¿Lees novela erótica? ¿Te has corrido alguna vez cuando tus ojos se deslizan por las palabras escritas en páginas amarillentas, mientras sientes los latidos atenazando tu polla caliente y dura en el pantalón vaquero?

¿No has sentido como un escalofrío recorre tu espalda desde el pubis, dándote la sensación de que necesitas aire... o mejor, una boca que recorra esa verga erguida desde su base hasta la punta? Muy mojada, mucha saliva caliente resbalando por unos labios carnosos pintados de rojo que se desdibujan manchando el rostro femenino.

Mi rostro...

En su defecto puedes masturbarte, agarrar firmemente tu polla con la mano, rodear el capullo con los dedos gruesos y sentirla palpitar. Gemir.

¿Quieres correrte leyendo novela erótica? ¿Quieres que escriba porno para ti? ¿Quieres recordar estas palabras mientras estás conduciendo, acostado en la cama, o duchándote? ¿Quieres sentir como se te pone dura cuando el agua acaricia tu culo al entrar en el mar? ¿Quieres imaginarme jadear tu nombre mientras estamos separados, fantasear con cómo me masturbo tirada sobre la alfombra de mi dormitorio, como me penetro yo misma y me lamo los pezones... pensando en ti?

Como me estremezco al correrme... gritando tu nombre.

Imagina leche condensada resbalando por mis nalgas. Y ahora imagínala resbalando por mi coño rasurado. Imagina que la lames, que la chupas entera, y que yo te acompaño. Que nos pringamos entre sudor y azúcar.

Y ahora imagina que no es leche condensada...

¿Quieres?

Yo quiero que te corras pensando en mí.

Puedo hacer que te corras pensando en mí.

Puedo.

Puedo escribirte las cosas más calientes.

Puedo.

¿Quieres?

jueves, 23 de octubre de 2014

Foie para cenar

Toda la mañana comiendo chocolate.

Acababa de abrir mi segunda tableta cuando sonó el teléfono. Era una buena amiga mía, preocupada porque no había dado señales de vida desde el viernes por la noche. Y ya era martes…

La despaché rápido, mucho más de lo que merecía tras estar desaparecida cuatro días sin contestar a sus mensajes. Pero es que hablar con la boca llena del goloso alimento, y conseguir no babear al hacerlo, no era lo recomendable.

Necesitaba chocolate porque andaba excitada desde el viernes. Porque había conocido a un hombre muy atractivo esa noche, y no había tenido el valor de irme con él. Tal vez eso había sido lo más sensato, pero tener la mente tranquila no hacía que se calmara mi entrepierna.

-          ¿Seguro que estás bien?- me había preguntado mi amiga, al otro lado de la línea telefónica.
-          Todo lo bien que se puede estar cuando te sientes una completa imbécil-, le había contestado yo, tratando de tragar el chocolate antes de hacerlo-. Tranquila, se me pasará en cuanto eche un buen polvo.

El problema radicaba en que no estaba segura de ello. Mi novio nunca había conseguido excitarme tanto, y eso que a fuerza de insistir en acostarnos al final había resultado ser un buen comensal entre mis piernas.

Pero aquel hombre, sin apenas rozarme, había hipnotizado mis sentidos. Mi oído se quedó prendado de sus palabras, obscenas y viciosas. Encendió mi mente con tanta rapidez que me derribó las defensas sin apenas haberlas levantado.

Llevaba suspirando por él desde el viernes por la noche.

Había puesto la televisión, sin ganas de ver nada. Había intentado leer, pero con escaso avance por las páginas del libro. Había ido a trabajar, pero no había sido nada productiva. Y había intentado dormir, pero me pasaba las horas llevándome la mano a la entrepierna, buscando el desahogo de un orgasmo.

Pero, aunque me corría, seguía sintiéndome vacía.

A poco que me despistara lo tenía metido en la mente. Alto, atractivo, musculado, elegante… ¿Por qué habían hombres así? Hecho para el pecado, sin duda alguna. El demonio lo había creado para llevarse las almas de las chicas tontas como yo al infierno. Y la mía tenía muchas ganas de perderse entre las brasas, con tal de ser poseída por semejante hombre. Total… si de perder la cabeza se trataba, mejor pasar la eternidad rodeada de tentaciones malsanas, gemidos y piel marcada a base de arañazos y esperma.

Menos mal que mi mente, de vez en cuando, reaccionaba y me daba un bofetón bien merecido. Aquel desconocido podría haber sido cualquier demente, un pervertido, el mayor asesino en serie jamás capturado, o cualquiera de las ideas atroces que me pudieran pasar por la cabeza. Haberlo seguido hasta su moto podía haber sido una locura; haber aceptado el segundo casco, haber abierto las piernas para encajarlas a ambos lados de su cuerpo y aferrarlo en el momento en el que se pusiera en marcha…

Más chocolate.

La sensación de sentir arder el cuerpo es agradable al principio, pero muy molesta cuando llevas ardiendo varios días. No había aerobic en el gimnasio para tanto chocolate. Y yo hacía un par de semanas que no pisaba el gimnasio. Mi amiga opinaba que ese era uno de los problemas, que no conseguía canalizar el exceso de energía de forma adecuada. Ella y su misticismo. Yo pensaba, simplemente, que necesitaba la boca de aquel hombre haciendo su trabajo en los puntos de mi anatomía más necesitados de atenciones.

Y, el más importante, era mi oído.

Adoro el sexo en el que un hombre te seduce con el habla. Me embauca una buena conversación, una palabra zalamera, una lengua revoltosa dentro de la boca, acariciando las letras al dejarlas escapar de entre los labios. Una lengua que poder imaginar mientras me seduce. Una lengua que se empecina en marcar senderos de saliva por la piel encendida. Y una boca cubriendo los pezones, mientras los dedos viriles se introducen en la mía, buscando que los chupe.

Era normal que no me estuviera concentrando en el trabajo, si no conseguía apartarlo de mi mente. Sus pantalones ceñidos a la cintura, marcando su virilidad, y sobre todo sus nalgas duras y contorneadas, me perseguían por todas las estancias de la tienda, acosándome con cada arruga de tela, con cada sombra, con cada bulto… Aquella noche la chaqueta la llevaba ajustada, imagino que como la suelen llevar los moteros. Bajo ella, una camisa perfectamente planchada, con las mangas recogidas a la altura del codo, se tensaba con sus movimientos mientras cambiaba de postura al revolotear a mi alrededor, en modo acoso y derribo.

¡Y vaya si me había derribado!

La verdad era que me encantaban los hombres maduros. Rondaba los cuarenta, con alguna que otra cana en el cabello, perfectamente peinado a pesar de haber llevado el casco puesto. La presencia de ejecutivo conquistador lo hacía prácticamente irresistible. Asequible, no como los ricachones que se empeñaban en describir las escritoras de moda. Un hombre con el que te puedes encontrar en el supermercado, vestido con vaqueros, eligiendo un buen vino y algo de foie para cocinar esa misma noche, únicamente con un delantal puesto. Un sibarita que se cuidaba, que le gustaba seducir, que disfrutaba con las cosas buenas sin llegar al despilfarro.

Un hombre que te sujetaba los brazos en la espalda mientras te follaba a cuatro patas.

Más chocolate. ¡Mierda! Se había terminado.

Pensando en que debiera vestirme para ir a la tienda en busca de más, y no de foie precisamente. Y, seduciendome la idea de preparar una buena cena, rodé por la cama hasta quedar boca arriba. Mi respiración seguía agitada, como los cuatro días anteriores. La piel quemaba y la boca continuaba con ese sabor amargo producido por la decepción. Y el arrepentimiento. Porque, no podía engañarme… me arrepentía de no haberlo acompañado esa noche. Mi sibarita truhan no tenía pinta de ser un asesino en serie. Aunque a aquellas alturas de cocción a fuego lento que llevaba por mi calentura poco me habría importado que me hiciera un par de cortecillos de nada si mientras me iba rellenando con su polla las entrañas.

Me levanté como un resorte con la idea en la cabeza. Ciertamente tenía que escapar de aquel círculo vicioso en el que se había convertido mi vida desde la otra noche. Un hombre no podía hundirme la moral por muy guapo que fuera, y por muy bien que cocinara el maldito foie, luciendo trasero desnudo y apetecible entre las telas de un delantal tan negro como sus cabellos.

Chocolate. Chocolate. Chocolate…

Me quité el pijama de Snoopy. Sí, ¿algún problema con el perrillo? En casa me pongo cosas ridículas; cuando salgo a la calle es otra cosa. Me enfundé a la carrera un vestidito veraniego de lo más sexy para salir de mi casa. Mis padres estaban de viaje y yo había heredado el fuerte, y lo protegía como mejor sabía: no dejando que ardiera la casa. Y lo único que se me ocurrió, saliendo por la puerta con algo de dinero en la mano, fue mirar si dejaba abierta la llave del gas.

Bajé por las escaleras de forma casi atropellada, y en un momento me vi en la calle. La tienda de barrio a la que pensaba ir estaba a una manzana de mi portal, por lo que me dispuse a disfrutar del aire fresco de la tarde y a tratar de apartar de mi mente al dandi salido del averno. Pero me resultó imposible. En la entrada del establecimiento de ultramarinos me detuve, y cerré los ojos para dejar que mis fantasías cobraran vida una vez más. Mi adonis estaba en el mostrador de refrigerados, con el paquete de foie en la mano, y una botella de vino nada barata en la otra. Se me antojó imaginarlo curioseando también una pieza de queso, y algo de pan para terminar de completar el menú de la noche.

No pude recrearme en la vestimenta de mi fantasía, porque eso de pasar un rato en la puerta de una tienda, mirando con cara de lela sin haber nadie donde miras no tenía que ser buena señal. Y sin perder de vista mi objetivo entré en el establecimiento, pasando de largo de la zona de refrigerados, donde el aura del diablo hecho hombre continuaba llenando el espacio. Me hice con un par de tabletas de chocolate, y ya me dirigía la zona de caja para pagar cuando necesité dar media vuelta e ir a ver cuánto valía la condenada tarrina de foie. Menos mal que junto con las monedas sueltas había cogido también la tarjeta de crédito.

Al volver a casa portaba en una bolsa de papel tres paquetes de chocolate con leche extrafino, y sin almendras, que engordan. También llevaba una botella de vino que seguramente no sabría apreciar, una cuña de queso que tenía casi más años que yo, y una porción de un foie carísimo que probablemente estropearía nada más encender el fuego de la cocina, ya que en la vida lo había preparado. También llevaba pan, pero era de lo normalito que se solía comprar en una tienda los martes por la tarde.

Al entrar en casa volvió a mí la sensación de pesar. Me estaba dando cuenta de que estar encerrada era mucho más estresante que andar haciendo cualquier cosa. Sobre la mesa del comedor, al lado de la entrada, estaba aún el pequeño bolso con las tres cosas que solía llevarme cuando salía de noche. Junto a ellas, compartiendo espacio, estaba la tarjeta que el diablo me había entregado, con su número de teléfono.

El demonio siempre sabe como tentarte…

No me había atrevido a coger el bolso y sacar la tarjeta. Tenía miedo de no ser capaz de controlar el impulso de coger el teléfono y marcar su número. Y allí había continuado, sepultado con todo lo que se me ocurrió echarle encima para verlo poco. Pero, como en ese cuento en el que se sepulta un cadáver y el latido del corazón te atormenta, y te hace enloquecer, a mí aquella maldita tarjeta me pedía que la tomara, a veces con palabras zalameras, y otras veces con exigencia y apremio.

Casi me había comido otra mitad de una tableta sacando los víveres para la cena cuando decidí que el foie había que cocinarlo desnuda. Me fui al dormitorio, dejé el vestido sobre la cama de cualquier forma, y colocándome unos tacones negros volví a la cocina sin otra prenda de ropa. El delantal de mi madre no era tan sexy como el que veía en mis fantasías, pero no podía encender el fuego de la cocina sin algún tipo de protección. Le hice una lazada por delante y observé el efecto de mis nalgas escapando por la parte de atrás de la tela. Estaba realmente sexy.

Volví a la cocina y desempaqueté los víveres. Tostar pan, sacar una plancha para el foie, cortar el queso, poner a enfriar el vino… Fui haciendo todo meticulosamente, prestando atención a cada detalle, pensando que el diablo estaba sentado a mi espalda, observando mi culo moverse cada vez que yo daba un paso.

Él, vestido con una ligera bata cogida de mi dormitorio para cubrirse algo las partes nobles, estaba sentado justo detrás, con las piernas cruzadas y los pies desnudos. En la mano tenía una de las copas que había sacado para el vino, y que él se había servido generosamente, tras apreciarlo en un ritual que yo no podía comprender. Serví el queso mientras me lo imaginaba empalmándose, llevándose la copa a los labios. Saqué las rebanadas de pan del horno mientras lo vi separarse los bajo de la bata, y dejar a la vista una enorme erección, dispuesta a usarme tan pronto me acercara a reclamarla. Se reclinó en la silla y esperó, y yo empecé a sudar pensando que no podía ser nada bueno tener aquellas fantasías mientras cocinaba.

O en cualquier momento. En verdad ya no podía apartarlo de mi mente.

Me llevé otra onza de chocolate a la boca mientras rebuscaba en mi mente la respuesta a por qué me sentía tan atraída por aquel completo desconocido. Había entrado en el bar dejando la moto aparcada justo en la puerta. Pude oírla cuando llegaba. Lo observé poner un pie en el suelo, y acto seguido pasar la otra pierna sobre ella para bajarse. Se quitó el casco integral cruzando la puerta acristalada, y durante los dos pasos siguientes se fue bajando la cremallera de la cazadora entallada, dejando ver la camisa de listas azules y blancas. Se desenroscó del cuello una bufanda ligera, y la metió en el interior del casco, junto con unos auriculares. Y al llegar a la barra dejó el casco sobre la madera barnizada, se quitó la chaqueta, y mirándome directamente a los ojos, empezó a quitarse los guantes.

Lentamente…

El cazador se había fijado en su presa, pero yo en ese momento aún no me sentía en peligro.

Veinte minutos más tarde, y tras intercambiar tantas miradas que había perdido la cuenta, la distancia entre ambos se había reducido a unos veinte centímetros de madera. Su casco a un lado, y mi bolsito al otro. Sus ojos llameando buscando los míos, y yo sin saber donde meterme para no abrir la boca e ir en busca de su lengua. Mis manos jugaron con la idea de aferrarse a sus cabellos mientras compartíamos un primer beso devastador, con las suyas envolviendo mi cintura para atraerme entre sus piernas y apresarme hasta dejarme sin aliento.

Nada de eso pasó…

Sólo lo escuché hablar. Seducirme con las palabras bien elegidas, que seguramente tantas otras veces habían tenido el mismo efecto en otras muchachas como yo. Lo dejé avanzar sin importarme si estaba cayendo en sus redes, pensando que podía controlarlo, que tenía aún poder sobre mí misma. Una pena no darme cuenta de que me había embrujado un poco antes, cuando tomó mi mano, y avanzando hacia la puerta, me instó a que lo siguiera.

Di un par de pasos, pero paré. No lo seguí…

Y, sin embargo, no perdió la sonrisa seductora. Se acercó nuevamente a mi cuerpo y pasó la bufanda por detrás de mi cuello. Levantó los cabellos para que sintiera la tela en la nuca, y sus dedos al hacerlo. Acarició los mechones, y los agarró con la mano un leve instante, prometiéndome el infierno en la tierra. Y me consumí en ese contacto. Tiró de ambos extremos de la bufanda, acercando mi rostro al suyo, apartando el aire viciado entre los dos. Y allí, a escasos centímetro de sus labios, me dejó oler su piel y su saliva, perversas las dos.

-          No te lo voy a decir dos veces…

Mis labios casi pudieron saborearlo.

Pero no lo seguí. No me atreví a hacerlo, y me quedé plantada en medio del bar, sintiendo como desenredaba la bufanda tirando de un solo extremo, para luego ir a colocarse alrededor de su cuello. Se colocó uno de los guantes antes de extenderme su tarjeta. La cogí por el otro extremo, sin atreverme a un nuevo contacto. Estaba segura de no ser capaz de resistirme si volvía a tocarme.

-          Preciosa… vas a tener que buscarme tú.

Y así se apartó de mí; volvió a colocarse el casco y montando con agilidad en su moto desapareció de mi vista. Entre los dedos temblaba la tarjeta, negra con letras plateadas, que no quise ni leer.

Y allí lo tenía ahora.

Mi mente no dejaba que lo ignorara. Lo sentía detrás de mí, envarado, con la bata abierta, esperando mis carnes acopladas a las suyas. No decía nada, y eso me ponía aún más nerviosa. En el bar no había dejado de hablarme, envolviéndolo todo. Aquí, mi diablo imaginario se relamía los labios pensando en qué se llevaría primero a la boca. Y yo tenía tantas ideas para ofrecerle como él necesidad imperiosa de devorarme.

Al fin iba a ser cazada.

Lo sentí agarrarme el culo cuando iba a poner al fuego el foie. Las llamas del fogón bailaron en mi rostro mientras me sujetaba de los cabellos para inclinarme sobre la encimera, exponiendo aún más el brillo de mi entrepierna, cálida y necesitada. Su mano resbaló con posesión por la espalda, presionándome contra la madera. La otra mano me separó las nalgas, y yo cerré los puños sabiendo que iba a ser follada.

La polla me empotró contra el mueble con fuerza, y me hizo gemir como llevaba días deseando. Se quedó incrustada hasta el fondo, mientras su pelvis se frotaba contra mis nalgas, y su mano me impedía elevar la espalda para poder mirarlo.

-          Esto lo podías haber tenido hace días…

Y, ciertamente, lo llevaba necesitando tanto tiempo que no me importó que el bandido me estuviera follando en la mente, porque para mí era tan real como la cocina contra la que me tenía ofrecida.

Se retiró lentamente para empezar a empujar contra mi culo sin darme tregua, tan rápido que los jadeos no me permitían recuperar el aire que se me escapaba. Tenía la polla dura, gruesa e incansable. Se la estaba empapando con cada embestida, y la visualicé brillante cada vez que salía de mi coño. Imaginé mis pliegues separándose para acogerla, envolviendo su verga y dejándose quemar por la rapidez con la que se movía dentro de mí. Lo sentí enterrarse una y otra vez, gemir satisfecho por tenerme al fin ofrecida, complacido por haberme convertido en su putita.

Me cogió las manos y las sujetó a mi espalda, cruzándolas para dominarme con una sola mano. La otra la introdujo en mi boca, para que succionara sus dedos un momento antes de bajar a esconderlos en mi entrepierna.

-          No tientes al demonio… Conmigo no se juega, preciosa.

Yo jadeé mientras usó mi cuerpo de espaldas, o mientras me hizo cabalgarlo, sentado en la silla, con mis pezones metidos en la boca y sus manos moviendo mis nalgas sobre su pelvis. Dejé que me tumbara sobre la mesa, separara mis piernas y me follara encajando sus caderas tan fuerte que a veces sentí que me rompería por dentro. Dejé que me aferrara de los cabellos y me usara la boca, obligándome a abrirla para recibir su polla perversa hasta casi atragantarme, de rodillas frente a sus piernas, con mis manos extendidas en su vientre, queriendo marcarlo con las uñas.

Lo sentí de mil formas, y en cada una de ellas disfruté de lo que me había privado el viernes.

Y me corrí tantas veces que perdí la cuenta, mientras las llamas del fogón seguían bailando, y me masturbaba con la presencia de mi demonio introduciendo lengua, verga y dedos por donde quiso hacerlo. Le rendí mi cuerpo dolorido y lo usó para su disfrute, y sobre todo el mío.

Aunque eché en falta su semen esparcido sobre la piel que había golpeado con su miembro erecto.

Estaba desmadejada sobre la mesa, con las piernas abiertas y los dedos mojados tapando la entrepierna, cuando recobré cierta conciencia sobre donde estaba, y lo que había estado haciendo. Mi diablo se masturbaba lentamente junto al fuego, con la polla más tiesa que hubiera imaginado en la vida. Disfrutaba de mi imagen rendida en la mesa, abandonada al placer de la carne, para darse placer con cada movimiento de su mano. Me seguía deseando, y yo a él.

No podía ser que no estuviera saciada…

Cogí en un impulso la tarjeta de dentro del bolso, y pasando a su lado llegué a la encimera. Allí, junto con la copa de vino que no había llegado a probar, estaba mi teléfono móvil. Lo miré con miedo, pensando que los número podían marcarse solos tras aquella vorágine sexual, pero la pantalla no se iluminó al acercarme. Miré las llamas, y pensé que al final lo de tratar de impedir que se quemara la casa no había tenido el resultado que esperaba.

Arrojé la tarjeta al fuego, y la vi arder mientras en el rostro del truhán se dibujaba una mueca de asombro. Y mientras se consumía el papel su impronta se desdibujó en el aire, y su mano dejó de moverse sobre su polla envarada. Perdí de vista sus dedos, sus ojos y su boca, y me quedó el olor a papel calcinado, junto con las volutas de humo subiendo desde el fogón, esperando que dejara de fantasear y me centrara en la cena.

No hay que permitirle al diablo que te tiente. Sin tarjeta… no sería yo la que diera el siguiente paso.

El foie me quedó, al final, bastante bueno. Habría deseado chuparlo de sus dedos, pero colocado sobre una rebanada de pan recién tostado me hizo olvidarme, por un momento, de lo que dolía la vulva después de haberme restregado contra todas las superficies duras que encontré en la cocina.

No era bueno dejarse tentar… era cierto.


Pero estaba deseando volver a encontrarme con el diablo en el bar de la otra noche. Pero todavía era martes…






¿Todavía no me has llevado a tu cama? Estoy deseando ensuciarte las sábanas...

UNA MANCHA EN LA CAMA

http://www.amazon.es/Una-Mancha-Cama-Magela-Gracia-ebook/dp/B00OOG6JWO/ref=sr_1_66?s=books&ie=UTF8&qid=1414088971&sr=1-66


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¿Aún no me has llevado a tu cama?

¿A qué esperas?



UNA MANCHA EN LA CAMA. 
Pecados de la mente, fantasías pornográficas.


Estoy deseando excitarte...




No te quedes con las ganas.




domingo, 19 de octubre de 2014

Una Mancha en la cama

¿Te esperabas un nuevo relato?

Perdón por desilusionarte.

A cambio... voy a ofrecerte algo muy especial. Mi primer libro:

Una mancha en la cama. Pecados de la mente, fantasías pornográficas




Quince relatos pornográficos que disfrutarás, sin duda, si te gusta lo que lees normalmente en Cartas de mi puta. Catorce relatos publicados en este espacio, más trabajados y ampliados, con un hilo conductor muy tentador y sugerente. Una voyeur...

Y un relato inédito: Vísteme con cuerdas.

Estoy segura que no he de explicarte de qué va...

Un libro que, seguro, te excitará.

Permíteme entrar en la intimidad de tu dormitorio, verte en la cama, escucharte gemir. Quiero ser esa voyeur que te espía, que hace tus fantasías suyas... para manchar mis sábanas.

Porque mejor manchar las sábanas con semen... y no con lágrimas.

Gracias por leerme, por hacerme partícipe de tu morbo, por disfrutar de lo que imagino o vivo. Gracias por estar ahí... siempre.

Mil besos... suaves y muy perversos.

Magela Gracia





Una Mancha en la Cama

Te vigilo... y luego escribo. Y ensucio las sábanas.


jueves, 9 de octubre de 2014

Urgencias

Demasiado excitante para pedirle que parara… aunque sabía que debía hacerlo.

Sentada a los pies de la camilla, con las piernas colgando por la altura, trataba de contener la respiración. Y él, con voz aterciopelada y exigente, me pedía que me relajara y respirara.

-          Cierra los ojos y respira-, me decía, mientras su mano presionaba un punto concreto en mi cuello, dando masajes circulares con un par de dedos. Su otra mano me sostenía la espalda, y evitaba que pudiera alejarme de su contacto.

No había nada en ese momento que pudiera hacer que le retirara la mano.

Sentía su aliento dulce al lado de mi rostro, donde había colocado la cabeza para tratar de controlar la respuesta de mi cuerpo a su maniobra. Y no sé si le gustaba o no como iba resultando la cosa, pero no dejaba de presionarme la espalda, dominante, atrayendo mi cuerpo hasta el borde de la camilla.

Contaba mis respiraciones, o mi pulso, o simplemente me observaba elevar el pecho y tensar la blusa bajo los senos. No me atrevía a mirarlo para averiguar la verdad, porque probablemente si giraba la cabeza sus labios y los míos quedarían tan cerca que sería inútil tratar de reprimir el beso que nos estábamos negando.

-          Respira hondo, y siente mis dedos.

No podía sentir otra cosa en ese momento. Si había llegado a la consulta, a esas horas de la madrugada, era porque no conseguía respirar bien. Disnea, según me dijo el médico tras una primera evaluación. Me había hecho unas cuantas pruebas, entre las que se encontraba auscultarme el tórax mientras yo trataba de controlar mis emociones. Desabrochar los botones de la blusa para dejar expuesta la piel que necesitaba para sus propósitos fue demasiado erótico para que no se hubieran puesto duros los pezones, y no precisamente por el frío.

Hacía, por el contrario, demasiado calor en esa consulta.

Los ojos del médico habían luchado por no bajar hasta los pechos, pero no había podido evitarlo. Un par de vistazos rápidos mientras cambiaba de sitio la campana del fonendoscopio hizo que lo que era evidente para él lo fuera también para mí. Su pantalón se abultó mientras una de sus manos rozaba como por casualidad uno de los pezones, y ambos nos miramos como sorprendidos por el contacto.

Fue la primera vez que tuve que reprimir el impulso de abrir la boca y dejarme saborear por sus labios.

Cuando pasó a auscultarme la espalda, la mano libre la colocó en la parte alta de mi pecho, justo sobre los senos. Nunca una mano me había calentado tanto la piel. Simplemente, dejé de respirar. Mis ojos no podían apartarse del hechizante espectáculo de su mano, sosteniendo mi cuerpo, mientras comprobaba lo acelerado que iba mi corazón en aquellos momentos. Cada suave toque del aparato sobre la piel de mi espalda conseguía que la arqueara, sorprendida de la sensibilidad que había llegado a desarrollar en un momento bajo su tacto. Y cada vez que mi espalda se arqueaba, su palma sobre mi pecho presionaba un poco más, reteniendo mis movimientos.

No pude impedir que la imagen de sus manos aferrando mis hombros invadiera mi mente.

Lo imaginé depositando sus labios en el ángulo de mi cuello, donde empieza a llamarse de otro modo. Un beso húmedo, con la lengua presta a probar el sabor de mi piel temblorosa. Lo imaginé deslizando la lengua subiendo por el cuello hasta llegar a la parte posterior de la oreja, y detenerse allí, para besar el lóbulo, diligente y tierno. E imaginé su mano bajar hasta cubrir por completo mi pecho, tomándose la licencia de pellizcar el pezón, dejándome sin aire, mientras empezaba a susurrar al oído las primeras palabras subidas de tono.

-          Tengo ganas de follarte.

A esas alturas, mi imaginación había conseguido que estuviera completamente mojada. El médico continuaba buscando signos en mi pecho, y yo trataba de no mirarlo demasiado, convencida de que si lo hacía acabaría separando las piernas para que el resto de la inspección la hiciera entre ellas.

Pero la escena que me había hecho ruborizar era, sin duda, la de sus manos aferrando mis hombros, conmigo acostada sobre la camilla, sin ropa entre ambos que estorbara, con su cuerpo introducido entre mis muslos, y su espalda arqueándose en esa primera embestida, lenta y profunda, que le hiciera necesitar aferrarse a mis hombros para permanecer bien dentro de mí.

Y su gemido…

Una voz profunda y ronca, dejando escapar el aire de forma lenta y pausada, a medida que su polla se abría paso en mi interior, llenando el vacío húmedo y cálido que había despertado con su tacto.

Estaba demasiado excitada para que no se me notara.

Y él también lo estaba.

Cuando terminó la auscultación se apartó mínimamente de mí, sin retirar la mano del pecho. Creí haberle escuchado que necesitaba disminuir las pulsaciones de mi corazón, pero las palabras que fue pronunciando se me escapaban de la cabeza mientras ésta se llenaba de las escenas que segundos antes me habían asaltado. Veía sus labios moverse, pero no le prestaba atención. Mis ojos andaban perdidos en su lengua húmeda, que asomaba pícaramente con sus sonrisas, embaucándome.

Me tenía completamente rendida. Podía estar pidiéndome permiso para follarme en aquel mismo momento, y no me habría enterado. Podría estar diciendo que iba a ponerme de pie, a inclinarme sobre la camilla para admirar mi tentador trasero, para luego desnudarme lentamente, dejando caer la falda al suelo, y admirar mis braguitas. Podía estar comentándome que iba a rozar mi vulva para ver si tenía el coñito húmedo, para luego apartar la tela lentamente dejando expuesta la zona que deseaba torturar con su polla. Podía estar contándome que se iba a desatar el lazo del pantalón de su uniforme para abrir la bragueta y sacar su miembro henchido, aferrarlo con una mano para dejarlo justo a la entrada de mi coño, y mientras me sujetaba firmemente por las caderas iba a presionar hasta hacerme sentir toda su virilidad dentro, sin espacio para nada más…

Podía estar pidiéndome que gimiera mientras me follaba, y no me estaría enterando.

Cuando de pronto hizo el gesto para que empezara a abrocharme los botones de la blusa, caí en la cuenta de que no sabía qué había pasado. Mientras mis dedos intentaban hacer lo que él me indicaba intenté concentrarme en saber si me había dado un diagnóstico o si debía seguir observando mi cuerpo durante un rato más. Cuando levanté la vista lo encontré con la mirada perdida en el hueco de mi escote, y me temblaron las piernas.

No abroché el botón que estima la línea del decoro…

Ni el de abajo tampoco.

El médico me observó el rostro, tratando de buscar algún signo que le dijera que se estaba imaginando que lo deseaba, y supongo que no encontró ninguno. Tomó mis manos, que había dejado apoyadas sobre los muslos, y las colocó a ambos lados de mi cuerpo, en la camilla. Dos de sus dedos subieron lentamente hasta mi barbilla, y sin apartar los ojos de los míos tocó mi piel en ese pinto. Los deslizó hasta la garganta, y bajó hasta ese punto donde el sudor se deposita cuando el sexo es violento, y los cuerpos chocan entre jadeos entrecortados con las embestidas de una polla decidida.

Allí, en ese punto, enterró los dedos.

Fue como si los hubiera metido en lo más profundo de mi entrepierna. Así lo sentí, y así se arqueó mi espalda, nuevamente, como si lo hiciera.

Y allí andaba yo, con los ojos cerrados, y sus dedos presionando un punto que se suponía que iba a hacer que me relajara y respirara mejor, y mi corazón se enlenteciera, cuando lo que yo quería era respirar de forma entrecortada por el sexo sin sentido con el médico que a las tres de la madrugada me había recibido medio empalmado y somnoliento en la puerta del centro de salud.

Quería mi corazón desbocado, mientras me follaba sobre la mesa de la consulta, con mis cabellos entre sus dedos, y mis piernas separadas para recibir sus envites una y otra vez, hasta que el mueble chocara con la pared y ya sólo mi cuerpo fuera el que se moviera con su follar salvaje e indecente.

-          ¿No te encuentras mejor?- me preguntó, tan cerca de mi rostro que sentí las palabras acariciarme la piel, como un beso.

Todo lo que fui capaz de expresar fue una negativa con un gesto de la cabeza, sin atreverme a decir que iba mejor, por si acaso retiraba los dedos de mi piel, o su mano de mi espalda.

-          ¿En serio?- preguntó, pícaramente, acercando su cuerpo un punto más al mío.

Llegando a rozarme con su pelvis la cadera colocada en precario equilibrio.

Su polla me quemó a través de su ropa y la mía, y lo sentí duro como sabía y rogaba que estuviera. Tanteó con su cuerpo a ver si ofrecía resistencia, y al no obtener negativa tomó valentía y comenzó a frotarse contra mi cadera, lentamente, arriba y abajo, mientras sus dedos continuaban ejerciendo su magia bajo mi garganta. No recuerdo en qué momento su mano en mi espalda aferró mis cabellos, tirando de ellos para que mi cabeza fuera hacia atrás y expusiera la piel que deseaba. Sé que acto seguido retiró sus dedos y su boca fue a suplir la ausencia de ellos, lamiendo con lengua experta la zona que de forma tan poco decente había calentado con los dedos.

Tampoco recuerdo el momento en el que empecé a jadear sin remedio, escuchándolo a él hacerlo, mientras continuaba con su lento movimiento de pelvis contra mi cuerpo. Desde abajo, como si con la polla quisiera recorrerme el muslo, la cadera y la cintura, se disponía una y otra vez a frotarse. Y lo hacía como si me follara, profundizando, oprimiendo mi cuerpo contra el suyo, sin dejar espacio entre ambos. No era un roce sutil, me follaba contra la piel, aunque hubiera ropa.

Por supuesto, tampoco recuerdo el momento en el que su mano bajo a separarme las piernas.

Los dedos se metieron en medio de mis muslos, y me obligaron a moverlos para ofrecerle la parte de mi cuerpo que deseaba. Y yo, que lo deseaba más todavía, dejé que arrastrara mi muslo sobre la camilla para que la falda se hundiera entre ellos. La levantó y la sujetó para exponer a su vista mis bragas, y allí encontró la mancha de humedad que tanta vergüenza me daba mostrarle. Con los nudillos pasó los dedos sobre la zona donde supuso que merecía más atenciones, y mi clítoris se hinchó al instante. La espalda volvió a arquearse, pero controló mi cuerpo con la mano aferrada a mis cabellos, y sus dientes clavándose en mi cuello.

Sin embargo, recuerdo perfectamente en momento en el que apartó la tela de mi entrepierna, y aferró el clítoris con dos dedos expertos, buscando mi respuesta. Gemí al techo, mientras mis muslos se estremecían. Las manos se me cerraron en puño a ambos lados de mi cuerpo, mientras su polla continuaba frotándose contra mi costado, cada vez más mojada. Y sus dedos, simplemente, se perdieron entre mis pliegues, jugando con ellos, pellizcando, acariciando y palmeando la zona completamente encharcada.

-          Delicioso…

No sé si sentía más sus dedos o su polla, o su lengua recorrer la zona intermedia de mis pechos, para ir a buscar luego un pezón que apresar dentro de la boca. Me chupó ambos como si lo necesitara para vivir, mientras sus nalgas continuaban con su bamboleo contra mí, y sus dedos me torturaban, a punto de arrancarme un orgasmo.

Y cuando estaba a punto de correrme, ya sin remedio, empezó a follarme con los dedos. Los sentí rudos, infinitos y enormes dentro de mi coño, y los envolví con la fuerza que dan los espasmos justo cuando estás a punto de explotar, gritando. Los metió y sacó como si fuera su polla la que me follaba, con apremio y dureza, chocando con el fondo como no lo había hecho nunca una verga. Cuando mis gemidos se elevaron me clavó los dedos tan hondo que podía haber incluso dolido, pero su boca fue a tapar la mía para respirar el aire que necesitaba descargar con el orgasmo. Su mano liberó mis cabellos, y sujetándome por la cintura se frotó contra la cadera de forma violenta, sintiéndolo gemir también en mi boca, mientras le llegaba a él el orgasmo y sentía mojarse la tela de su ropa y la mía con el último empujón.

Tampoco recuerdo el momento en el que sacó los dedos, y se apartó un poco de mi lado.

Lo que sí recuerdo es que al poco tiempo de correrme respiraba bien, no sentía presión en el pecho, y la taquicardia había desaparecido.


Tendría que preguntarle si atendía por consulta privada…



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Fb: Magela Gracia
Instagram: magela_gracia 

martes, 7 de octubre de 2014

Mi fantasía ( I )

-          No. Estoy segura de que quieres saberlo. Pero...

Insistes, tumbado a mi lado en el sofá de tu casa, como si no hubiera nada más interesante en ese instante sobre lo que conversar. Un tema escabroso, sin duda, para amenizar la tarde de domingo con las tazas   de café humeando en la mesilla. Y tremendamente excitante para mí.

Tienes la polla dura.

Parece que también es excitante para ti...

¿Qué habría cambiado? Supongo que ya lo sabes. No hay nada en este mundo que no me hubiera complacido más en aquella época que darle su merecido. Sí, darle por culo a ese jodido cabrón que me hizo   sentir humillada durante tanto tiempo. Y creo que después de todo... el hecho de por fin fantasear con ello, contigo, hacía que me sintiera liberada. Esto decía mucho de la confianza que habíamos llegado a tener.  Sabías lo que me había pasado, sabías lo que había sufrido, y yo sabía que querías hacer algo al respecto...

Te excitaba la idea. Pero, sobre todo, deseabas resarcirme de las penas que otro capullo me había provocado.

Mi fantasía. Esa, que querías hacer tuya... para mí.

Recuerdo aquella tarde en la que, sentados en una terraza a finales de otoño, te había comentado la historia, sin venir a cuento de nada. Nos empezábamos a conocer, y probablemente cualquier tema podía  ser lo suficientemente adecuado. Un refresco en tu mano, una cerveza en la mía. Y tu polla, como muchas veces, endurecida en tu pantalón al escucharme hablar de sexo sin tapujos.

Te conté que todo había ocurrido en aquella acampada. El hecho de desnudarme frente a ti narrándote mis 18 años se presentaba interesante desde tu punto de vista. Pero para mí, que sabía cómo acababa la historia, lo más excitante era saber que estabas empalmado y que me deseabas en aquel momento tanto como cuando me veías ofrecida en tu cama. Se te veía tan atento a mis palabras, aquellas que decidí contarte con algún adorno de más, sabiendo que se me daba bien imaginar situaciones, y que al fin y al    cabo aquello era mi fantasía... creada para los dos.

Pues sí, entre sorbo y sorbo de cerveza te conté como mi chico de aquella época, un noruego afincado en  la isla, había conseguido ser mi novio... no recuerdo bien el motivo. Era mayor que yo, por lo menos cinco años, y se jactaba de tener amplia experiencia con las mujeres. Yo, que ni de broma me consideraba una mujer, y menos sabiendo que era la única de mi grupo de chicas que no había tenido sexo todavía, me sentía muy vulnerable por aquel entonces. Desde jovencita había conseguido que los chicos  volvieran la vista para mirarme. De eso se encargaba mi imponente culo, y mi facilidad para entablar conversaciones salidas de tono con total naturalidad. Había tenido mis escarceos, como todo el mundo a   sus 18, pero nadie había tenido acceso a mi coño. Ahora... Si considerábamos el sexo oral, que en aquella época no contaba como sexo para nosotras… Eso, junto con meter mano al novio, era lo que complementaba mi currículum.

Pues eso, te hablé de mi vulnerabilidad. Al fin y al cabo... tenía miedo. No por nada mi madre me había   dicho muchas veces que no quería saber nada de mis relaciones sexuales, y esa frase tan de madre de "pobre de ti si te quedas preñada". Por lo tanto, de pensar en dejarme penetrar... ni de coña. Pero en hacer pajas era toda una experta. Y eso mi novio noruego lo sabía muy bien. De esa forma, cuando me enteré    que era la única de mi grupo de amigas que no se la había dejado meter me sentí la chica más estúpida del planeta, cosa de tener 18 años, supongo, y una autoestima en aquel entonces un poco bajilla. Y así, envalentonada, le dije a mi chico que en la acampada que habíamos programado para Semana Santa quería que me hiciera el amor. Sí, ridículo... lo sé... Pero entonces yo no hablaba de follar, y no se me      ocurría decirle a mi novio que quería que me la metiera bien fuerte y duro dentro de una tienda, entre sacos de dormir.

En aquella época decíamos hacer el amor.

Y yo estaba enamorada.

Pues eso te conté, mientras te veía removerte inquieto en la silla de la terraza, marcando bulto en el pantalón, y con la sonrisa medio ladeada. Desde tu punto de vista, muy rocambolesca la historia. Me imaginabas siendo follada en un saco de dormir, dolorida por ser la primera vez, pero completamente entregada al placer que me producía la polla veinteañera de mi novio; siendo cabalgada ofreciendo mis nalgas, más que deseables, para que el muy imbécil se dignara a azotarlas. Ropa a medio quitar, jadeos y  sexo duro...

Pero la historia era un poco menos apetecible. En la acampada cada pareja iba a su rollo, pero también hacía lo mismo el grupo de chicas. Todas sabían que mis intenciones eran separarle las piernas a mi chico   aquella misma noche, y por lo que podía entender, también el grupo masculino lo sabía, ya que no dejaban de mirarme y de pegarle codazos al futuro amante.

Y la noche pintaba bien...

Salvo que los nervios pudieron con mi novio. Se emborrachó alrededor de la hoguera que habíamos prendido para calentarnos un poco. La brisa marina hacía de las suyas a las doce, y el rumor de las olas nos amodorraba a la vez que el alcohol. Algunos de ellos habías sacado unos porros, y las caladas se sucedían entre chupitos de ron y papas fritas. Recuerdo que me acariciaba las piernas, descubiertas hasta las ingles casi, y que sus ojos se perdían de vez en cuando en la línea de la parte alta de mi biquini. Un escueto beso en el cuello complementaba sus atenciones, y pasarme la mano por el culo,  afirmando su propiedad... Yo estaba cachonda, y a la vez tremendamente asustada.

Pero no temía al dolor, o a sangrar durante la primera penetración. De pequeña había tenido un accidente y había perdido el himen, por lo que no esperaba sino una ligera molestia mientras sintiera su polla empalarme por vez primera. Tenía miedo a no saber actuar correctamente cuando lo tuviera encima. Porque estaba convencida de que se podría allí, como tantas otras veces había hecho, justo antes de pararle los pies. Sabía que me desnudaría a toda prisa, como siempre,  colocaría su polla en mi abdomen, y empujaría sus caderas hasta que yo separara mis piernas. ¿Y qué haría con sus manos? ¿Trataría de tranquilizarme, me acariciaría y me besaría mientras se preparaba para follarme? ¿O tal vez, simplemente, escondería la cara en el hueco de mi hombro mientras daba ese primer movimiento? Lo veía más de esto último...

Pero cuando nos levantamos todos para irnos a las tiendas, mi novio se tambaleaba...

Arqueaste una ceja con el detalle, sabiendo que algo no iba a ir según tus planes en la historia. Por tu experiencia, el alcohol no suele ayudar a que una polla se mantenga erecta, y menos con una buena borrachera, y algo de marihuana. Te removiste en el asiento nuevamente. Tomaste algo de tu cola, y volviste a mirarme a los ojos, interrogándome. Querías muchas respuestas en ese momento, y yo tenía un nudo en la garganta que dificultaba el contarte todo sin otra cerveza en la mano. Después de todo... el alcohol a mí me afectaba mucho menos que al capullo de mi novio adolescente.

Entramos en la tienda con dificultad, casi a trompicones. Estaba oscuro y había piedras por todos lados. Mi chico me metía mano descaradamente desde que nos alejamos un poco de la hoguera, mostrando mi   cuerpo a los ojos de muchos de los acampados en la zona. Más tarde aprendí que era divertido mostrar al que mira, y hacerlo sufrir... Pero por aquel entonces me avergonzó una barbaridad que otros tipos a los    que no conocía se llevaran la mano a la polla de forma obscena al descubrirme mi novio un pecho mientras ellos miraban. Agaché la cabeza y entré en la tienda casi desnuda, y él me siguió con la torpeza que dan seis cubatas.

Y se derrumbó sobre mí nada más cerrar la cremallera. Su peso a plomo sobre mi cuerpo me dejó sin aliento. Era mucho más grande que yo, y bastante más pesado. Me atrapó y poco más pude hacer, salvo dejarme besar torpemente, con el olor a alcohol de su boca, y los ojos somnolientos y entreabiertos perdidos en algún punto de mi rostro. Yo estaba tan incómoda que no recuerdo bien si se quitó completamente los pantalones antes de intentar meterse entre mis piernas. Y no estoy segura de si me quitó la parte baja del biquini antes, o simplemente apartó la braguita a un lado. Sentí su mano aferrando su polla, pegada a mi entrepierna. Apenas si podía estar mojada de lo nerviosa que estaba y lo torpemente que se estaba comportando él.

Con la polla en la mano intentó penetrarme, pero no estaba empalmado.

La verga se le escapaba de entre los dedos cada vez que empujaba para metérmela. Resopló un par de veces, y se la meneó con fuerza entre nuestros cuerpos para conseguir empalmarse. Pero no hubo forma. No conseguía la rigidez necesaria para follarme, y su frustración y la mía se hicieron más que patentes a medida que pasaban los minutos.

Se me ocurrió que si gemía y me restregaba contra él algo de efecto conseguiría en su excitación, y con la poca experiencia que tenía me aferré a sus caderas con mis piernas y elevé mi pelvis contra su cuerpo. Me froté arriba y abajo varias veces, consiguiendo que al menos mi vulva se inflamara un poco, y le lubricara la polla levemente. Jadeé contra su oreja, aferrándolo de los rizos rubios. Eso pareció gustarle, y envalentonado con el resultado volvió a la carga, intentando enterrarse nuevamente en mí.

Sentí su polla, sí… pero de forma tan efímera que se me cayó el alma a los pies. En mi cara se reflejó la decepción, sin duda alguna. Había jugado con anterioridad con otros chicos, y sus dedos se habían dejado sentir mucho más que aquella polla. ¡Solo tenía ganas de llorar! Empujó un  par de veces, lo sentí presionar, pero simplemente sus caderas contra mi cuerpo, porque su carne dentro de la mía apenas si tenía algún sentido. Empujó y jadeó… y se derrumbó sobre mí, con un inicio de risa estúpida que me llenó la cabeza.

Rodó hacia un lado y quedó boca arriba, riendo a carcajada limpia. Yo no podía creerlo. ¿Se reía de mí? ¿Se reía de él? Tenía unas ganas horribles de golpearlo y borrarle la estúpida risa de la boca. ¡Por favor! Nunca, en todos mis años de juegos y escarceos, había pensado que mi primera vez podía acabar de una forma semejante.

Dibujaste en el rostro una mirada de comprensión muy sutil, pero es que tus gestos suelen ser más o menos austeros. Aun así, me sentía acompañada en mi rabia en aquel momento, con la idea de que querías resarcirme de mi pena, y que si se te llega a poner delante aquel capullo ahora le habrías partido los morros de un guantazo limpio, lo que llamaríamos con economía de movimientos. No merecía mucho más, después de todo. El daño estaba hecho, y la pena, por mucho que nos gustara pensar, no se iba a ir del cuerpo.

Pedí otra cerveza; ya iba por la tercera. Menos mal que habíamos comido copiosamente y que mi estómago toleraba mucho mejor el alcohol ahora que a los veinte años. Me reí recordando la vez que me emborraché con tequila en un pub homosexual hacía unos cuantos años, y acabé vomitando en los pantalones de un heavy que no tuvo tiempo de apartarse cuando me vio inclinarme sobre él. Ahora podía reírme de eso, pero en aquel momento a nadie le hizo gracia, y a mí tampoco.

Seguí relatándote que no podía darme por vencida, y que en vista de que mi novio no parecía tener ya la más mínima iniciativa, me lancé yo hacia su polla flácida. La cogí entre los dedos y me la metí en la boca, como tantas otras veces había hecho, esperando los mismos resultados. Pero ni mi novio se concentraba, ya que continuaba riendo, ni yo podía obtener grandes logros, ya que poco caso le hacía a mi lengua, que acariciaba su capullo blando una y otra vez. Chupé y jugué con su carne, lamí y la ensalivé todo lo que pude. Gemí contra su polla, acaricié sus huevos y le dediqué todas las atenciones que tenía en mi repertorio en aquella época, que aunque no eran pocos no son desde luego todos los que poseo ahora, tras quince años de experiencia chupando pollas.

No tantas, te insinué con la mirada, cuando arqueaste una ceja, divertido. Al fin y al cabo, ya sabías que de todas las que habían disfrutado de mis atenciones, la tuya siempre había sido la más agradecida.

Me ruboricé al pensarlo, y luego al decirlo…

Y bueno. ¿Qué más contarte? No se le levantó, como puedes imaginar. Lo más humillante de todo fue que se quedó dormido riéndose, y mientras aún la tenía en la boca empecé a escucharlo roncar sonoramente. Lo miré con rabia, entre la oscuridad de la tienda y las lágrimas que empezaban a empañar mis ojos. Y lo odié enormemente. Bajé la cremallera y poniéndome lo primero que encontré en la gran mochila que habíamos llevado salí al fresco para que el salitre de la playa se mezclara con el mal sabor que tenía en la garganta. Sabor a fracaso, rechazo, impotencia… Pero sobre todo vergüenza.

¿Acaso era yo peor que cualquiera de las otras chicas a las que ese gilipollas se había follado? ¿Qué tenía de malo mi cuerpo para que no se le hubiera puesto dura? ¿Qué había hecho yo mal?

Humillada y ridícula. Así me sentía. Y con ese sentimiento metí los pies en el agua, y me dejé relajar a la orilla de la playa de rocas. Las frías olas me hacían temblar y tomar conciencia de mi cuerpo, que hasta hace unos momentos estaba tenso y caliente. Ojalá en aquel momento hubiera sentido que la culpa era de él, y no mía. Pero no podía sino culpabilizarme de su incapacidad para ponerse duro. Eso marcaría mis días de adolescencia tardía, en la que busqué, sobre todo, que los hombres no me rechazaran.

Sí. Mientras se me mojaba el culo sentada en una piedra a orillas de la playa, me prometí que ningún tío volvería a hacerme sentir tan insignificante. Si estaba buena, era simpática e inteligente, ¿qué podía tener de malo follarme? Imagino que el que yo me hubiera tomado un par de copas también hizo que mis sentimientos de negatividad se acentuaran más, pero ya sabes que en esos momentos a las cosas racionales no les doy demasiada importancia.

Asentiste, sabiendo que yo era de todo menos racional cuando andaba de capa caída. Aunque lleváramos entonces poco tiempo saliendo habías podido comprobar que mis emociones se podían volver muy nefastas para mí, haciendo que las personas que me rodeaban desearan salir corriendo en más de una ocasión.

No volví a la tienda. Cogí mi saco de dormir y pasé la noche a la intemperie, viendo pasar los jirones de nubes que ocultaban de vez en cuando a la luna. A veces dormitaba, pero el sueño era tan desagradable que despertaba nerviosa y con los ojos anegados en lágrimas. Y al clarear la mañana estaba tan dolorida de las posturas que había cogido para descansar que me acurruqué en la tienda de mi hermana en cuanto ella se levantó con su novio. No quise saber de nadie en todo el día, ni tampoco de mi novio.

Recuerdo que tuvo la osadía de hacerme el comentario de volver a intentarlo esa noche. No le escupí a la cara de milagro.

Sí, mi primera vez fue un verdadero desastre. Menos mal que la cosa había ido mejorando. No te conté que pasó después con mi novio, ni si rompimos o volví a darle otra oportunidad para sentirme bien follada. Tampoco creo que te importara tanto. Sentías cierta curiosidad por la vez que me habían desvirgado, y en verdad no pensaste nunca, en aquella terraza, que acabara contándote todo con tantos detalles. Ni que la cosa hubiera salido tan mal.

Y ahora, acurrucados en el sofá, disfrutando de la complicidad que da conocernos desde hace ya bastante, no recuerdo cuánto… me preguntas qué habría cambiado.

-          ¡Dios! Lo que habría cambiado…

Sin duda, allí terminaba la historia triste.

Y empezaba mi fantasía.


-          ¿Quieres que te la cuente? Pues estás en ella…



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