¿Cómo habíamos acabado todos allí?
La maldita camarera nos había tenido que echar algo en las bebidas. Yo nunca
había perdido la cabeza de aquella manera. Y mira que había tenido malas noches
en mi vida…
Mirando a la cara a mis compañeros de clase, esos que
hacía más de veinte años que no veía, ahora no podía creer que la reunión
hubiera terminado en un calabozo, arrestados por el típico policía con pinta de
capullo. Se había presentado en el bar donde habíamos continuado la noche,
cuando creo recordar que tenía a uno de mis compañeros follándome la boca y a
otro haciendo lo mismo entre mis piernas. De igual modo, casi todas las chicas,
a las que tenía en la memoria con braguitas de Hello Kitty y trabas de colores
adornando el pelo, andaban más o menos de la misma guisa. Incluso la camarera
había acabado haciendo algún que otro favor a más de uno aquella noche.
La imagen de sus rizos moviéndose
acompasadamente mientras su lengua recorría la polla de uno de los niños
venidos a hombres me seguía acompañando hasta ese momento.
La celda se veía atestada de
treintañeros abatidos, con buen curro y una familia esperándoles en casa. ¿Qué
había pasado? Pensar en la emoción del reencuentro, en las horas interminables
de risas rememorando viejas historias, la buena comida y mejores copas… Nada de
eso podía llevar a unos casi desconocidos (después de tantos años de ausencia)
a acabar entrelazados en el suelo de un bar, por muy bien que hubiera salido la
noche.
Tenía que haber sido la puñetera
camarera…
Drogas. Mira que mi madre siempre me
había advertido de los caramelos en la entrada del colegio. Pero nunca me dijo
nada de drogas en las bebidas de los bares cuando ya llevabas a tus espaldas
más pajas en la cama que noches de sexo en buena compañía. Y con aquellos
extraños compañeros de celda había sorteado todos los caramelos del colegio, y
había probado alguna vez algo más intenso, al empezar el instituto.
Al mirarme la ropa me di cuenta de
que parte de mi vestuario ni siquiera era mío. Recordaba vagamente haber visto
a una de mis antiguas compañeras con aquella blusa, pero no lograba ponerle
rostro. En el momento en el que entró el policía en el local, pegando gritos
con aquella cara de resentido, (tal vez por no haber sido invitado a la
fiesta), todos buscamos como locos las piezas de tela esparcidas por el suelo.
Ni siquiera podía recordar cómo me había vestido aquella tarde, cuando al
mirarme al espejo me dije que me veía fantástica para los treinta y cinco años
que tenía encima. Tampoco recordaba mucho de los momentos en los que, con la
bragueta del policía casi a la altura de la cara, me había amenazado con
sacarme esposada de aquel sitio.
Y a mí eso me había puesto muy
caliente…
¡Qué me gustaban unas esposas!
Pero el estar allí horas más tarde
ya no tenía ni puñetera gracia. Después de aquel policía enorme habían llegado
otros, y uno a uno fuimos pasando por el dintel de la puerta para entrar en las
furgonetas de luces estridentes, y una hora más tarde ya sólo habían barrotes y
paredes a nuestro alrededor. El policía nos había mirado con desdén desde el
otro lado, aunque si no me engañaban mis ojos también con cierta envidia.
Y yo envidiaba ya a esas horas estar
durmiendo en mi cama, abrazada a la almohada que tantas veces me recogía la
cabeza para envolverla en la tranquilidad que precisaba. La mente desorganizada
por el alcohol no servía para mucho si el despertador sonaba cuando aún las
sombras no habían abandonado los rincones de la calle. Y la mía iba de mal en
peor desde hacía una buena temporada.
Empecé a hacer una lista mental
recorriendo las caras de mis compañeros. A aquel me lo había follado, a aquel
lo había visto metérsela contra la pared a una de la clase a la que jamás
imaginé ver en esa postura. A ese otro ni lo recordaba del colegio…
Veinte largos años. ¿Qué había
pasado con nosotros? La mayoría había perdido todo contacto, y únicamente
habían quedado las fotos a las que se les daba un Me Gusta en las redes
sociales. Eso nos hacía sentir más grupo, pertenecientes a algo que se había
perdido en el momento en el que la falda a cuadros y los pantalones del
uniforme dejaron de vestirnos, y cada uno fue cogiendo sus señas de identidad que
hasta entonces sólo nos distinguía en los dibujos de las maletas donde
transportábamos los libros.
Yo me veía muy mal con uniforme…
Recuerdo que mi falda era de las más
largas del curso. La mayoría de mis compañeras dejaban ver algo más de carne
entre el calcetín y el borde de la tela de tablas. Aquella forma de tenernos
encorsetadas dentro de unos colores nada favorecedores hizo que luego las
faldas de licra y los escotes se instalaran en mi vida… para luego ser sustituidos por las
transparencias y las faldas que marcaran el culo.
La putada era que no conseguía
recordar la mierda de blusa transparente que me había encasquetado aquel día.
No… definitivamente con aquel no
había follado. Una sonrisa burlona se dibujó en mi cara, viendo en rubor en las
mejillas de más de uno. Ahora estaban avergonzados por haberse dejado arrastras
por las ganas de disfrutar del roce de los cuerpos más allá de la tela que se
empeñaba en resultar pudorosa. Atrás habían quedado los días en los que un beso
en la mejilla quería decir que eras novia de aquel chico. En su lugar, las
bocas esa noche se habían llenado de lenguas pugnando por ocupar espacios que antaño
no pudieron, cuando todo era más sencillo… pero también mucho más complicado.
Ahora los besos en las mejillas
sabían a muy poco…
Al igual que cogerse simplemente de
la mano.
Ahora los abrazos contra los torsos
masculinos marcaban pectorales definidos en vez de pequeños cuerpos infantiles.
Los pechos redondos y plenos que habían lactado hacía pocos años eran mucho más
sugerentes que aquellos que con diez años se empeñaban en ridiculizar los
niños, y que sin embargo tenían tantas ganas de ver.
Con diez años se quieren ver muchas
cosas…
Pero con más de treinta se quiere
hacer lo que no se hizo mientras jugábamos al teje o a la cogida, mientras la
chica a la que todos envidiábamos porque se desarrolló antes jugaba al futbol
con ellos, y nosotras nos empeñábamos en cuchichear sobre si una de nosotras
sería presidente del gobierno y se casaría con el guapito de la clase.
Con más de treinta se quería de
todo…
Tal vez, y en ese momento mi cerebro
no estaba para muchas especulaciones, el hecho de haber jugado poco a médicos y
enfermeras en el patio del colegio tenía la culpa.
Habíamos sido demasiado buenos en la
infancia.
Y ser malos era mucho más divertido.
Ese primer abrazo que me dio uno de
mis compañeros, con algún que otro tatuaje en su cuerpo, me indicó claramente
que se alegraba mucho de verme. Sentí su erección dura contra los muslos el
pegarse a mí, y ciertamente no era el tipo de recibimiento que esperaba… Una
polla dura al empezar la velada prometía.
Me gustó mucho.
Mis manos lo habían envuelto
rodeándole la espalda, que sentí tensarse en ese momento. Sus palmas me sujetaron
con firmeza algo más abajo de lo que permitía el decoro, pero lo cierto era que
no me disgustó sentirlo presionarme. Mis pechos se redujeron a la mínima
expresión mientras lo hacía, y los sentí arder bajo la tela de lo que fuera que
llevara puesto. En aquel momento por lo menos otros cuatro grupos hacían lo
mismo que nosotros.
Abrazarse.
No vi a ninguno que no estrujara
fuertemente al otro. Eran abrazos sinceros, de cariño y de ganas de compartir
después de tanto tiempo. Abrazos que prometían cosas…
Lo que yo en ese momento no sabía
qué era lo que auguraban.
De repente, volviendo mi mente a la
celda, a una de mis compañeras la vi con una prenda de ropa que me resultó
sumamente familiar. Fui a echar mano del móvil para apuntarme el nombre y
recordar luego a quien debía reclamar mi blusa, que le estaba especialmente
estrecha. Nunca he podido vanagloriarme del tamaño de mis tetas, pero he sido
capaz de compensarlo… con un buen culo y mucho morbo, como diría algún que otro
amante. Al final, el hecho de poder restregar una verga en el hueco que quedaba
entre los pechos tampoco era tan importante si sabías vender bien las virtudes
de tu boca, hambrienta todas las noches.
Pero no tenía mi móvil. Había sido
requisado por el policía con cara de matón, de esos que seguro que se burlaron
en la infancia de los defectos de los niños que tenían alguno. De los que a mí,
sin duda alguna, me habrían llamado enana…
O se habría metido con el tamaño de
mis pechos a la tierna edad de diez años. Hay gente que no te deja tiempo para
crecer, y hace que empieces a usar tacones mucho antes de lo que la madurez de
tu columna lo haga aconsejable.
Rogué porque precisamente mi móvil
fuera uno de los que pasara desapercibido, porque tenía tantas fotos poco
decorosas en él que en verdad creía que hasta por abundancia podía ser
denunciable. Y cuando un policía quería joderte bien no le hacía falta la
polla… Si le daba por ponerse a chismorrear en mis carpetas de fotografías ya
podía despedirme de ser yo la que un día me fuera a presentar a presidente del
gobierno. Esas fotos podían ser mi ruina.
Así que me armé de valor y conseguí
levantarme del suelo para ir hasta la mujer que se tapaba sus atributos con mi
blusa favorita.
- Nos
hemos vestido con lo que pillamos primero, ¿eh?
Ella, que tenía el rostro de lo más
desencajado, pareció no entenderme de primeras. Cuando al fin se miró la ropa,
dejó escapar una tímida sonrisa. Ni ella ni yo nos creíamos que aquella noche
hubiera acabado tan mal… y mucho menos sabiendo que nos lo habíamos pasado tan
bien hasta hacía unas horas. Era increíble que pudiera situarla ahora
cabalgando sobre el cuerpo de uno de nuestros niños creciditos, haciendo saltar
sus redondeces plenas y turgentes a pocos centímetros de la cara del
afortunado, donde una lengua pugnaba por llegar a envolver el pezón mientras
sus nalgas rebotaban sobre los muslos en tensión. Buscándolo a él lo hallé en
el rincón más apartado de la celda, como si poniendo distancia entre ambos
aquello pudiera decirse que no había pasado nada.
Era extraño…
A aquel tampoco me lo había follado.
¡Por favor! Si iba a ir a la cárcel
al menos debiera haber disfrutado de todos y cada uno de los placeres que te
podía haber proporcionado la noche. ¿Qué más daba si te condenaban por
escándalo público por meterte en la boca cuatro u ocho pollas? Reí por lo bajo,
pensando en presentar eso como alegación ante un juez. “Señoría, pude haber
follado mucho más… pero ese policía capullo no me dejó. Por lo tanto, exijo que
se retiren todos los cargos, o se me deje terminar lo que empezamos la otra
noche.”
Patético.
Pero, a falta de un chiste mejor,
bueno era seguir recordando al menos el momento en el que sentí que aquella
noche se descontrolaba.
El momento en el que la camarera se
acercó a mí y me plató un tremendo beso en los labios…
No puedo negar que me va más una
bragueta henchida que unos pechos amenazando la fragilidad de unos botones.
Pero aquel contacto tuvo tanto de inesperado como de morboso. Andaba yo
jugueteando con mi cuarto tequila y las manos no se me estaban quietas,
toqueteando los puños de la camisa del compañero que tenía delante, cuando
llegó ella moviendo el culo hasta pararse a mi lado. Nadie le quitaba la vista
de encima cuando lo hacía, ni siquiera yo, que tenía muy presente a esas
alturas la verga de mi interlocutor, que me contaba no se qué de soportes
informáticos para ayuntamientos y demás. ¡Con lo divertido que hubiera sido que
me hablara de sexo en una playa desierta! Hay cosas que te podían boicotear una
noche, y era hablar de cosas del trabajo pasadas las doce. Yo, como un Gremlin
al que amenazaban con darle de comer, meditaba seriamente sobre la posibilidad
de agacharme delante de mi compañero, bajarle la cremallera y llevarme a la
boca su preciada masculinidad para ver si conseguía que se callara un poco.
Había empezado bien hablando de algún deporte donde se daban mamporros a
diestro y siniestro, pero lo de los ordenadores me sobrepasaba…
Yo, que soy enfermera, y que cada
vez que me pongo delante del ordenador es para visionar fotografías de gente
que gasta poco o nada de su sueldo en ropa, y alguna que otra vez para escribir
mis historias, siempre recurría al soporte informático, (preferiblemente
masculino) para solucionar mis dudas delante del teclado.
Lo dicho. Yo no hablaba de heridas
supurantes y esperaba que nadie me hablara de lenguajes binarios a partir de
las doce. Que a Gremlin no me ganaba nadie… Y menos cuando ya llevaba un par de
tragos alcohólicos en el estómago, y me hacían ver las cosas con mucha más
ligereza.
La bebida era lo que tenía. No
despierta el deseo, pero derrumba las barreras que nuestra moral levanta para
que no cometamos locuras.
Y allí se plantó ella, la camarera
de cuerpo voluptuoso y rizos sensuales. Con una botella de tequila y algo de
zumo de tomate. Le brillaban los ojos… y yo suponía que a mí me estaba
brillando la entrepierna en aquel preciso instante.
- No
me digas que me vas a rechazar el quinto.
¡Cómo podía negárselo! No tenía
fuerza de voluntad para ello.
Lo siguiente que recuerdo era su
lengua metida en mi boca, mientras mi compañero nos tocaba el culo a ambas, y
deslizaba sus dedos por debajo de la tela de mi falta, encontrando la humedad
que tanto deseaba compartir.
Y allí, mientras mis manos recorrían
sus pechos y sus manos le sacaban la polla al primero que pasó por su lado,
comenzó todo. Al principio la mayoría simplemente miraba, pero poco a poco el
olor a sexo, la temperatura del local, los efluvios alcohólicos y las
maldiciones de un par de brujas que habían puesto un par de velas negras en la
entrada del bar para embrujarnos a todos, (a alguien había que echarle la culpa
de esa locura) hicieron que las bocas tuvieran hambre además de sed, y que los
cuerpos pasaran calor para despojarse de las ropas… y luego un horrible frío.
Ese frío que sólo se calma cuando te
está taladrando una verga a un ritmo frenético.
Recuerdo ver a la camarera
inclinarse sobre uno de los muchachos que se hacía llamar motero, y que había
dejado su moto negra aparcada en la entrada del local, a merced de las odiosas
brujas de las velas. Una lástima, porque tenían pinta de ir a robarle todo lo
que se pudiera sustraer de una dos ruedas mientras a él le recorría el miembro
la lengua cantarina de la viciosa camarera, cuyos rizos la mayoría de las veces
me tapaban la visión de la polla entrando con necesidad hasta su garganta.
La moto no estaba allí para cuando
salimos esposados del bar. Pero eso, al policía con cara de cabreo, no pareció
darle la más mínima importancia.
Pensé en dos velas negras también
para el poli, pero no me atrevía ni a chistar por si mi colección de fotos
pornográficas acababa colgada en alguna red social, y tuviera que pelearme con
la justicia alegando que había sido la autoridad competente la responsable. En
aquellos tiempos que corrían, el gobierno indultaba a cualquier mamarracho…
Y a mí no me iban a aliviar la condena.
Yo aún no le había hecho muchos favores a nadie que pudiera devolvérmelos. Al
menos… no sexuales.
Lástima de moto, ciertamente. Me
apetecía una vuelta pegando el culo al cuero del sillín, sintiéndola rugir
entre mis piernas. Por supuesto, me refería al motor y a la polla de su dueño.
Recuerdo tener a uno de mis
compañeros detrás, con mi culo elevado, frotando su polla contra la entrada de
ambos agujeros, decidiendo en cuál de ellos refugiarse, mientras la camarera y
yo pasábamos la lengua por la virilidad endurecida, rozándonos en el proceso, y
disfrutando del contacto. Cuando mi boca se encargaba del capullo, ella iba a
recorrerle los huevos, Cuando la mía descendía por su tronco, arañando la piel
con los colmillos, la suya subía para dejar que su saliva resbalara desde su
boca a la mía.
Cuando se corrió con nuestros
juegos, compartimos su leche espesa.
Teníamos todavía la garganta
agotada, y yo a uno de los antiguos alumnos sin decidirse donde prefería
correrse, pasando de un agujero a otro cada dos o tres embestidas, subiendo y
bajando con sus manos aferradas a las nalgas y la polla tiesa llena de la
saliva que le echaba para lubricar mis agujeros, cuando nos paramos a observar
la escena. Veinte cuerpos, más o menos conocidos, intercambiando fluidos a cada
cual más obscena.
Y mientras centraba mis ojos en una
compañera estirada sobre una mesa baja, con la cabeza colgando fuera del
cristal y la boca abierta recibiendo la verga de un compañero de rodillas,
mientras de su entrepierna abierta se encargaba otro hombre, jadeando y sudando
mientras se la follaba al compás del que lo hacía con su boca, empecé a sentir verdaderamente
ganas de ser yo la que separara mis nalgas y le ofreciera mis agujeros a mi
amante del momento.
Ese que cambiaba de agujero entre
gemidos de gusto y escupitajos de saliva.
Y colocando mi cuerpo, apoyándolo
contra el suelo, mis manos aferraron mis carnes para que él simplemente tuviera
que aferrar su polla, y empujar con fuerza, dándome lo que necesitaba. Le gustó
el gesto, porque la intensidad de sus embestidas subió de nivel, al igual que
sus jadeos. Me encantó escucharlo chocar contra mi cuerpo, chapotear entre mis
humedades y las suyas, y refunfuñar por el esfuerzo y la lujuria del momento.
Sacaba la polla del culo, y dejándolo abierto, la metía en el coño. Embestía
varias veces, sintiéndola chocar hasta el fondo, para luego sacarla lentamente
y volver a buscar la estrechez del otro agujero. Allí empujaba otras tantas,
disfrutando de las vistas de la verga brillante entrando y saliendo del prieto
espacio. Cuando, por fin, decidió que deseaba terminar corriéndose en el coño,
fueron un par de dedos suyos a ocupar el lugar que había dejado desangelado. Y
así, siendo follada por sus dedos y su polla, escuchando sus maldiciones y sus
huevos estrellarse contra mi piel empapada en sudor, me corrí mientras lo hacía
él, y mientras la polla del tío que se la metía en la boca a la chica de la
mesa estallaba sobre su rostro, pringándola por entero, a la vez que ella se
retorcía los pezones, extasiada por las sensaciones que le despertaban las
embestidas del segundo amante.
Y recordando escenas difusas se
abrió la puerta de la antesala a la celda, apareciendo un hombre alto y
fornido, trajeado hasta resultar pedante, y rapado con sumo cuidado. Mis
sentidos encendieron todas mis alarmas y hasta un cartel luminoso que indicaba
“corrupto”, pero no supe discernir con tan pocas horas de sueño si eso a esas
alturas iba a ser malo o bueno.
- Imagino
que sabéis que estáis en un verdadero lío- , comentó el trajeado, que tenía
tanta pinta de abogado como yo de putilla viciosa-. Va a ser complicado que
alguno salga de aquí sin que esto figure en un expediente…
Y a mí, que los expedientes me
suenan siempre a cosa mala que luego se difunde en la red y que no quería que
llegara a oídos de mi pareja, o de mi jefe en el trabajo, me pregunté cual
sería el precio de aquel tipo con cara desagradable, que seguro que había
estafado a ancianitas con alguna preferente.
Pero la idea no se me había ocurrido
a mí sola, por lo que pude confirmar más tarde.
Tres mamadas después, cuando el
abogado del diablo ya no pensaba que fuera a poder correrse de nuevo, y ante la
mirada impasible del policía, que no estaba seguro de saber si quería el mismo
trato o salir corriendo de la sala por lo que pudiera suceder, me estaba
colocando de rodillas delante de los pantalones manchados de semen. El rostro
relajado del tipejo desagradable, que me miraba desde lo alto de su pedestal
mientras yo tomaba su miembro entre mis manos para tratar de extraer una nueva
ración de leche, me resultaba ahora sumamente conocido. Y cuando al fin tomó
cuerpo su polla entre mis dedos, me dediqué a hacer lo que siempre se me había
dado tan bien…
Y que tres de mis compañeras ya le
habían hecho minutos antes.
Más tarde, en la intimidad de mi
cuarto, fui capaz de aceptar la cruda realidad. Tanto el abogado como el
policía eran también antiguos alumnos de la clase de la que celebrábamos el
reencuentro. Lo que pasaba era que había hombres que llevaban mejor la edad que
otros, y la mala leche… por supuesto. Probablemente, trabajar con calor en
verano y un frío que te mueres en invierno tuviera algo de culpa.
Cosas de no vivir ya en nuestra isla…
Menos mal que, en un
alarde de generosidad, el policía me había dejado quedarme con sus esposas…
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