Escuchar ciertas letras, a veces, consuelan. En esta ocasión
sonaba una de mis favoritas de Sabina, de esas que había convertido en himno
para ayudarme a levantar por la mañana. No sé si en ese momento me consolaba…
pero igualmente me hacía falta.
Porque me costaba recordarme ciertas cosas por la mañana,
cuando miraba hacia tu lado de la cama, y no te hallaba.
“Y en otros ojos me olvidé de tu mirada, y en otros labios
despisté a la madrugada. Y en otro pelo me curé del desconsuelo que empapaba tu
almohada. Y en otros puertos he atracado mi velero, y en otros cuartos he
colgado mi sombrero. Y una mañana, comprendí que a veces gana el que pierde a
una mujer…”
¡Cuánta razón tenía! Por suerte era capaz de recordarme muy
a menudo que no todo estaba perdido, que había más vida… tras tu partida.
Ciertamente, había sido duro verte coger las maletas y abandonarme, dispuesta a
comerte el mundo sin mí. Me dejabas atrás, con tu imagen grabada en cada rincón
de la casa que compartimos durante años. Esa… que era mía; esa… que hiciste
tuya.
Y no te llevaste tus puñeteros cojines. ¿No te cabían en la
maleta, acaso?
Lo primero que había hecho fue tirarlos a la basura.
Lo segundo…
recuperarlos.
Los había odiado como
no puedes imaginar, cuando los trajiste al principio y cuando los dejaste al
final. Y ahora, simplemente, no veía el sofá sin ellos. Igual que no me veía en
el sofá sin ti.
Te habías marchado hacía meses, y cada día te echaba más de
menos. A la mierda las letras de Sabina. Podía acostarme con una mujer por la
noche, pero lo duro era despertarme a su lado por las mañanas. No era el olor
de tu piel el que acompañaba el nuevo clarear del día, no era la suavidad de
tus carnes prietas la que se arrimaba a mi pecho, tras un intenso orgasmo nada
más abrir los ojos, cuando aun no enfocas bien pero la polla la tienes tiesa,
dispuesta a dejarse seducir por tu boca, juguetona.
No eras tú.
Me follaba a otras. ¡Bonito fuera que te guardara ausencia
tras todos estos meses de abandono! Pero no me sentía completo. Lo que rezaba la
canción para mí no era cierto. Eso de que a veces gana el que pierde a una
mujer… no era mi caso.
Al menos, no todavía.
Pero tenía la intención de que lo fuera. A base de
intentarlo… alguna encontraría que pudiera completar lo que me faltaba. Aunque
fuera algo tan personal… como tu persona.
Sí, disfrutaba seduciendo a las mujeres que estaban
dispuestas a perder un rato la cabeza a mi lado. Pero… ¡qué el diablo te
llevara! No conseguía conducir a ninguna a nuestra cama, donde tantas veces me
había derramado en tu interior, disfrutando del palpitar de tu coño,
acompañándome a mí en mi orgasmo. El colchón no había conocido a otra hembra.
Había cambiado las sábanas, apartando la fragancia de tu sexo desenfrenado, el
sudor de tus muslos al cabalgarme, y lo salado de tus lágrimas de alegría… o
tristeza.
Demasiadas veces triste, demasiadas veces… insatisfecha.
Ahora lo veo, pero antes no hice nada.
Quité las sábanas, y las lavé. Pero no cambié de detergente,
ni suavizante, ni del estúpido agua perfumada para la plancha. ¡Agua perfumada!
La casa seguía oliendo a ti. ¡Maldita fueras mil veces! Maldita, aunque yo
hubiera tenido, tal vez, la culpa…
El olor es el sentido que más nos evoca los recuerdos. No
había nada como abrir tu puerta del ropero y aspirar tu fragancia. Estabas
allí, presente, entre las perchas que se tambaleaban en precario equilibrio,
como habían quedado tras tu precipitada partida. Estabas en todas partes… y me
faltabas en todos los rincones.
Necesitaba el olor de tus pliegues, cuando separabas las
piernas y me invitabas a saborearte. Tantas veces había descendido por tu
cuerpo, recorriendo con mis dedos esa piel que simplemente adoraba, hasta
llegar a la suavidad de tu sexo. Allí, tu coño siempre húmedo, me recibía con
el aroma de hembra en celo, caliente y dispuesta a acoger lengua, dedos o
polla. Y yo, con gusto, te lo daba todo.
Pasar la lengua y recoger tu sabor con la lentitud del que
sabe que hay toda una noche de placer por delante… Me faltaba eso. Sujetar tus
caderas cuando se arqueaban, buscando chocar contra mi boca, contra la lengua,
endurecida para penetrarte y acariciarte donde solo tú y yo sabíamos…
Bueno, donde ahora tal vez muchos más sabían.
¿A cuántos habrías invitado a compartir el sabor de tu
entrepierna? Extrañamente, no me importaba que otros te saborearan, sino que yo
no podía hacerlo… también.
Jugar nuevamente con tus pliegues, acariciarlos con las
yemas de los dedos, y arrancarte gemidos, mientras te aferrabas a mis cabellos
y me empujabas contra tu piel. Sí, me faltaba eso. Tu necesidad salvaje de
todas las noches y tu calidez de las mañanas. Enterrar el rostro en ti, luchar
contra tu resistencia, y triunfar, con mis dedos metidos en tu coño, apresados
por las contracciones de tu orgasmo. Llenarme los oídos con tus jadeos, y
regodearme en mi satisfacción, y la tuya…
Y enterrarme en ti.
Hacía muchos meses que me follaba a otras. Las desnudaba en
habitaciones de hotel, completamente impersonales, y las empotraba contra el
primer mueble que tuviera las medidas apropiadas. Embestía con rabia, con
necesidad de olvidar, como si eso fuera posible. Las poseía de forma salvaje,
entrando y saliendo sin contemplaciones, con la ropa a medio quitar y algunos
botones desgarrados. Aferraba los miembros y dejaba la marca de mis dedos,
mordía los labios y jadeaba en bocas ajenas. Las deseaba en aquel momento…
hasta que las olía… y no hallaba tu perfume. Enterrarme en sus cabellos al
menos hacía que no les viera la cara, y me acordara de que aquel coño no era el
tuyo.
Pero tus cabellos olían a jazmines, y aferrarlos entre mis
dedos para montarte tenía en aquel entonces un significado especial.
Pero me corría. Vaya si me corría…
Las llenaba donde me dejaran. El coño, el culo o la boca. Me
daba igual por donde follarlas siempre que acabara derramando mi leche. Claro
estaba que por norma general al final había de correrme fuera, aunque alguna
hubo que también se tragó lo que emanó de mi polla tras un largo empellón
contra su garganta. Ciertamente… las menos.
Siempre me gustó mezclar mi olor con el tuyo. Tu coño tenía
un encanto especial cuando bajaba a ver cómo se derramaba el semen por los
pliegues de tu sexo. La carne enrojecida se calmaba poco a poco, y dejabas de
palpitar lentamente, mientras lo pringábamos todo. Te lamía y te estremecías, y
luego te ofrecía mis dedos para que los limpiaras, como sabía que deseabas. Tu
boca sabía gloriosa tras lamerme, y tus nalgas eran el lugar más acogedor de la
tierra para acurrucar mi polla y retozar hasta rendirme al sueño.
Con ellas no dormía. Follaba, disfrutaba, me corría…
Con ellas tenía muchas carencias, pero es que tú,
simplemente, ya no estabas…
No, para mí lo de darme cuenta una mañana… que a veces se
gana cuando se pierde a una mujer, aun no me funcionaba.
Pero seguía insistiendo. Si otros podían, yo lo haría. Y
había muchos coños que se mojaban cuando les metía la lengua en la boca y
buscaba su respuesta. Sabía cómo ganarme a una mujer, sabía acompañarla hasta
el momento en que decidían llevar la mano a mi bragueta y notar lo dura y
presta que tenía la polla. Llegados a ese punto, ya no importaba quien fuera
ella, solo que no iba a volver a nuestra cama aquella noche.
Porque cuando volvía a casa colocaba los malditos cojines en
tu lado de la cama. Uno a uno, metódicamente, los extendía para luego poder
acurrucarme contra ellos. Olían a ti, ocupaban tu espacio, y me acompañaban en
tu recuerdo. No me quedaba nada de ti, salvo tu olor y calidez, y esos cojines
que no me atrevía nunca a tirar.
Maldita fueras, que no me dejaste seguirte.
Maldita fueras, por dejar los cojines…
@MagelaGracia
Magela Gracia en Facebook
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Una canción desesperada de añoranza y dolor sin cicatrizar...
ResponderEliminarUn relato rosa desde el otro lado......
Néstor
¡Qué manera de plasmar los recuerdos! !Eres grande entre las grandes!
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