Simple y excitante. ¿Lo recuerdas?
¿Recuerdas el momento en el que te enseñé el plan de vuelo? ¿Se
te puso dura… o tal vez pensaste, con terror, dónde coño me he metido? Dos personas
adultas que sabían bien lo que querían… pero que no sabían lo que les deparaba
el futuro. Y así tú me fuiste a buscar, y yo temí no encontrarte cuando llegara
al aeropuerto.
Yo estaba asustada. No hacía ni quince días que había dado
por terminado mi matrimonio y para mí todo era aterrador. La libertad, el libre
albedrío, y el mundo de posibilidades. Sabía que mi intención no era perder el
tiempo, y que si todo quedaba en un fin de semana divertido conociendo a
alguien interesante… siempre nos quedaría Sabina. Con Sabina nunca se perdía el
tiempo.
Tú acababas de terminar una relación hacía más o menos lo
mismo. En aquel entonces no sabía si larga o corta, o si la tía a la que te
habías estado follando te habría satisfecho totalmente en la cama. Yo hacía
mucho que sólo mantenía relaciones con mi marido, por lo que empezar a conocer
a otro hombre, de primeras, me llenaba de inseguridades. ¿Te gustaría mi coño
mojado, me harías daño al follarme el culo…? Tenía claro que tu debilidad era
el sexo oral, y en eso, estaba segura, iba a ganarle al resto de tus antiguas
amantes. Si iba con una idea fija en la cabeza era la de chuparte la polla
hasta que te corrieras en mi rostro, y por muy poco tiempo que hiciera que los
dos compartiéramos cama con otra persona esa primera noche nos tenía que hacer
olvidar al resto.
Bueno… tal vez olvidar no. Pero todo era mejorable. Y yo iba
a ser mejor…
Aún así… iba asustada.
Temí que no aparecieras. Cada prenda que metí en la maleta
era un enorme ladrillo. Cada paso que di en dirección a la terminal fue más
duro que el anterior. Estaba aterrada. Iba a conocerte y podías ser
perfectamente un psicópata. No por nada no teníamos, lo que se dice, planes
normales. Bueno… algunos sí. Pero eran de relleno. Spa, musical, paseo en moto.
Cosas que se pueden hacer en Madrid a mediados de Marzo, ¿no?
Pues no…
Todo era de relleno.
Si íbamos al spa, era porque deseabas tenerme metida en agua
templada, con poca tela entre nuestros sexos húmedos. Querías verme en biquini,
por si al final te quedabas con las ganas de que me desnudara frente a ti.
Ahora me dirás que lo hiciste para relajarme, pues sabías que la situación me
tenía estresada y esperabas que un ratillo bajo los chorros de agua a presión
descontracturaran los músculos tensos de mi cuello, a falta de poder tener tú
el permiso para darme un masaje.
Si íbamos a un musical era para que pudieras meterme la mano
por debajo de la falda, donde sabías que no encontrarías unas braguitas
oponiendo resistencia, para juguetear con la humedad de mis pliegues y verme
retorcer sin posibilidad de dejar escapar un gemido. Nadie va a creer que se te
ocurrió la idea de llevarme porque sabías que me volvía loca Sabina, y que aún
ando deseando restregar mis nalgas contra tu pelvis expuesta, mientras tarareo
el Bla bla bla bla bla… bla bla de Llueve sobre mojado. Si es que estábamos
predestinados… Cuando se acuestan la razón y el deseo, llueve sobre mojado.
¿Adivinas quien es la razón?
Si íbamos a montar en moto era para que me abrazar a ti,
enroscando mis manos y mis piernas a tu cuerpo, haciéndote sentir mi necesidad
y dependencia mientras acelerabas y te tumbabas en las curvas, con mis muslos
temblando por la emoción y el deseo. No te vale la excusa de que fue porque te
dije mil veces que deseaba sentir algo poderoso entre las piernas, y que el
caballaje de tu moto tenía, en principio, bastantes posibilidades de
complacerme en ese sentido. Que la moto se haya convertido en el mayor de los
riesgos para tu vida, y que esté deseando heredarla yo, no tiene demasiada
importancia. Sabes que no me gustan las motos.
Que nos gustara a los dos el sushi era pura anécdota…
Yo iba a follar.
Y tú ibas a recogerme para follar.
¿Qué salió mal?
Salió mal que nos gustó la proximidad de los cuerpos en el
agua. Poder mirarnos a los ojos mientras hablábamos, entendernos y respetarnos,
con nuestras grandes diferencias y enormes similitudes. Ocurrió que saber que
estabas duro mientras recorríamos el spa me gustó tanto como la conversación
sobre tu trabajo, tan extraño para mí como para ti el mío. Ingeniería contra
enfermería.
Y sucedió que…
estando en la sauna, simplemente me moría de ganas de besarte…
Y tenía un miedo enorme a hacerlo.
Pero esa sensación se fue disipando a medida que ganaba
confianza. En tu casa me tenías preparada una habitación, con su cama acogedora
en un ambiente bastante oriental. Era todo un detalle que simularas ser tan
correcto como para permitirme pasar la noche apartado de tu cuerpo, que sabía
que me deseaba tanto. Jugueteé en mi mente con la posibilidad de hacerte sufrir
e irme a acostar al acabar la velada a la otra habitación, grabando tu cara de
disgusto al verme alejar por el pasillo. Pensé en decirte, estando ya arropada,
y por supuesto desnuda bajo las sábanas, si no merecía un beso de buenas noches.
Te imaginé corriendo por el pasillo para sentarte al borde de la cama,
atrapando mi rostro entre tus delicadas manos y plantando un posesivo beso en
mis labios entreabierto. Y más allá de eso… imaginar ya se me hacía
tremendamente excitante, por lo que era mejor apartar las imágenes.
Te sugerí una ducha antes de la cena, para hacer desaparecer
los restos del balneario del cual acabábamos de salir. ¿Habrías compartido
normalmente tu baño con alguien? Con lo que te gustaban las imágenes de los
cuerpos mojados apoyados sobre las mamparas de cristal, rictus de placer en los
rostros, pollas envaradas y coños chorreantes. Miré tu plato de ducha, y aun
sabiendo que no era muy grande, me vi agachándome en el, enterrando la cabeza
entre tus piernas para llevarme tu polla a la boca. Eso, que después repetiría
mil veces a lo largo de los años, pero que entonces quedaba tan vedado como la
idea de repetir el fin de semana. Sería una locura no dejarlo, simplemente, en
unos magníficos fin días, con multitud de risas, confidencias, buena comida y
mejor sexo.
Sería una locura…
Te sugerí una ducha y arqueaste una ceja. Te preguntabas si
en verdad estabas entendiendo bien e íbamos a meternos desnudos, sin más, en un
espacio tan reducido. Cuando me viste desnudarme frente a ti la polla ya no
podía mantenerse quieta dentro del pantalón. Haciendo tú lo propio, y
poniéndote en mis mismas condiciones, me demostraste cuán excitado te tenía. Me
seguiste al baño, guiándome en un recorrido muy ingeniero sobre las virtudes de
la termostática de tu ducha, sabiendo que en verdad lo que querías era tenerme
atrapada entre tus brazos, mientras yo te venía manipular con dedos expertos el
mecanismo de control del agua. Una vez me dijo un profesor que era una delicia
ver a un ingeniero toquetear objetos, pero hasta ese momento no había tenido yo
el placer de verlo tan de cerca. Sentía tu enorme erección apoyada en mis
nalgas, casi con disimulo, y tu cabeza levemente asomada al balcón de mi
hombro, con vistas a mis pechos. Seguí imaginando esos dedos expertos
entretenidos en partes de mi cuerpo que nada tenían que ver con la grifería,
pero que en ese momento estaban igual de calientes que el agua que manaba a
discreción de los mecanismos. Tus dedos pellizcando con sutileza mis pezones,
separando mis pliegues, y palpando los recovecos… Tus dedos entrando y saliendo
de mi coño, follándome con pericia, hasta arrancarme el más sublime de los
orgasmos…
Necesitaba agua mucho más fría en ese momento…
Pero conseguí lo impensable: Frenarte yo…
Cuando tus manos se posaron en mis caderas para atraer, por
fin, mi cuerpo hacia el tuyo, logré apartarlas indicándote de alguna forma que
no era el momento. Si lo entendiste así, o pensaste que la batalla estaba
perdida… para mí es un misterio. No recuerdo si cayó tu erección, o si
resoplaste de impotencia ante la tremenda zorra que se había metido en tu ducha
para menearte el culo delante de las narices y que ahora te prohibía el acceso
a su cuerpo. Bastante ocupada estaba yo tratando de reprimir el impulso de
restregarte el culo contra la polla, de arriba abajo, hasta conseguir que
explotaras regándome con tu leche la espalda. Yo temblaba… pero aún tú no
sabías lo que eso significaba para nosotros…
Pero creo recordar que tu polla estuvo dispuesta todo el
tiempo que duró la ducha.
En verdad, estuviste empalmado casi todo el fin de semana.
Recuerdo que me lavaste el pelo. Nunca ningún hombre había
tomado jabón en sus manos para masajearme el cabello. Mi primer impulso fue
rechazar el contacto, pero luego me di cuenta me era sumamente agradable
dejarse mimar por tus manos. Me tenías embelesada, disfrutando de tus dedos en
zonas donde nunca había pensado que despertarían tanto goce. Y mientras la
espuma ocultaba tus manos enredadas en mi cabellera, soñaba con que tirabas de
unos cuantos mechones para hacerme la cabeza hacia atrás y robarme ese beso, de
forma apremiante. Menos mal que no metiste la mano entre mis piernas, pues me
habrías encontrado tan mojada que habríamos sucumbido sin remedio contra la
mampara de la ducha, reproduciendo las imágenes que tanto te gustaban, mientras
el agua nos acompañaba en el entrechocar de cuerpos.
Tenemos que comprar un termo más grande…
Me ofreciste un enorme albornoz, y pensé que estabas como
loco por hacer desaparecer la visión de mi piel, para librarte por fin de la
pecaminosa necesidad de enterrarte entre mis piernas, sin permiso, contra la
pared del cuarto de baño… Y yo lo que quería era seguir exhibiendo mi culo a
tus ojos, disfrutando de la sensación de ser tan deseada.
Le tengo mucha manía a ese puñetero albornoz, que lo sepas.
Si al menos fuera más azul que amarillo…
No era necesario decir que necesitábamos poner ropa entre
nuestros cuerpos para no acabar quedándonos sin la cena. Y mientras te vestías,
te diste cuenta que, aunque yo ponía tela sobre mi piel, no iba a servir de
mucho. Lo de usar transparencias en Madrid en Marzo, aprendí luego, casi un año
después, está hasta casi mal visto…
Pero sospeché que a ti te gustó ver mis pezones erectos a
través de la seda negra de la blusa. No sabía cómo cojones ibas a poder manejar
los palillos en el restaurante para hacerte con las piezas de pescado, pero
estaba dispuesta a verte cogerlo con las manos si era preciso. Tenía la
esperanza de que luego, terminada la cena, acabara limpiando uno a uno tus
dedos con la punta de la lengua primero, para luego introducirlos en mi boca
con sensual deleite, sin dejar de mirarte a los ojos mientras los chupaba y
disfrutaba.
Tus dedos…
Sin duda… lo que me hizo continuar escribiéndote. La cara
dura y el desparpajo que mostraste al mandarme la palma abierta de tu mano en
una sencilla foto, donde se mostraba tu mesa de trabajo y un anillo que siempre
echaré de menos en el quinto dedo. Esa primera foto que me cautivó, que me hizo
imaginarte apoyando la mano sobre mis nalgas antes de embestirme por detrás,
gimiendo como no sabía que hacías porque nunca había escuchado tu voz antes…
Tus dedos…
Esos que aferraron unos días más tarde tu polla, en tu
cuarto de baño, para mandarme la foto que terminó de destrozar la resistencia
que aun me quedaba. Tu mano cerrada sobre el trozo de carne que necesitaba
sentir introduciéndose por todos los agujeros disponibles de mi cuerpo, todos
los que quisieras usar, y de la forma en la que los desearas. Algo tan sencillo
como provocador, algo tan sutil… y tan perfecto. Nunca me has brindado una foto
como aquella, salvo una de las últimas enviadas, rasurándote la pelvis con
navaja de barbero, preparando tus partes varoniles para que mi lengua vaya a
lamerte donde antes la cuchilla despobló el vello púbico. No podías haberme
hecho mayor regalo…
Esas fotos que me hicieron mojar las bragas y que por
desgracia no tengo en mi poder…
Me debes unas fotos…
Pero tus dedos aferraron bien el volante de tu coche. ¿Azul?
¡No me lo creo! Y sujetaron el pomo de la puerta del restaurante mientras me
brindabas el paso, ofreciéndome por vez primera y de forma muy simbólica a las
miradas obscenas de la mayoría de los hombres del local.
Me sentí una puta. Y ellos me sintieron así. Mi atuendo, tan
adecuado normalmente en donde yo suelo desenvolverme, no pegaba ni con cola en
aquella pequeña ciudad. Bueno… probablemente tampoco es que pegue demasiado en
la mía pero al menos el clima acompaña para poder ofrecer los pechos casi
desnudos a los ojos de los que quieran mirarlos. Si llevaba falda o pantalón…
probablemente pocos de los hombres del lugar podrían responder. Pero tú sí
sabías que llevaba falda, que debajo no tenía bragas, y que por lo que te había
asegurado ya en un par de ocasiones siempre estaba húmeda cuando de hablar
contigo se trataba. Sabías que sólo debías acorralarme en un lugar un poco
apartado, elevar mis caderas contra las tuyas y subir la tela elástica de la
falda. Sabías que podía ser tuya, enterrándote con posesión, como yo tanto
deseaba…
Pero yo no te había dado permiso.
Y tú eras todo un caballero.
Pues allí estábamos los dos. El tío que había pagado por los
servicios de una señorita de compañía, y la puta en cuestión. Reíamos, coqueteábamos,
y comíamos a gusto mientras no supimos decir si las horas pasaban lentas o muy
rápidamente. Nos habíamos visto por primera vez hacía sólo un par de horas pero
sabíamos que se nos iban a hacer pocas las que nos quedaban. Nuestras primeras
palabras, nuestras primeras imágenes de ambos…
¿Recuerdas tú mi primera foto?
Recuerdo la tuya, de un día de verano, donde lo que más
destacaba era, sin duda, tu colmillo revirado…
Y ahora me empapaba de tus ojos verdes, de tu sonrisa
sincera y tus canas de hombre madurito interesante. Y me mantenías asombrada de
que pudieras manejar con soltura los palillos mientras me mirabas con tanto
descaro las tetas.
Estabas deseando llevártelas a la boca.
Pero no eras el único… Menos mal que no se los acercó
ninguna esposa a pedirnos de buenas o malas formas que abandonáramos el local
si teníamos una pizca de integridad. Tras dos años madriliñeando… me he
acostumbrado a la sensación de ser la más puta del barrio. Pero en aquel
momento pensé que acabaríamos cenando en el asiendo de atrás de tu coche…
Y yo entonces seguro que acabaría comiendo otra cosa.
Cena terminada, y ni recuerdo si pedimos postre. A día de
hoy puedo decir que nunca te he visto saltarte uno, pero soy incapaz de
recordarlo. Te necesitada dentro de mí, de cualquiera de las mil formas que mi
mente perversa era capaz de imaginar, pero que por principios y que por
mantener un poco más el morbo me seguía negando.
Y tú, que pensaste que la mejor forma de llevarme a tu cama
y no a la de invitados sería, probablemente, emborrachándome… allí que me
llevaste.
Y no me pediste un tequila.
Capullo.
En la mesa de al lado, como no, había una reunión masculina
muy interesada en las transparencias de mi blusa. Para fastidiarte un poco por
tu falta de tacto al no ofrecerme mi bebida preferida me dediqué a hacerle caso
a más de uno…
Pero mi puñetera pierna se empeñaba en restregarse contra la
tuya, necesitando tu contacto. Y tus dedos se hallaban perdidos en el encaje
delicado que forraba la rodilla, siguiendo el dibujo tan poco apropiado para la
época en la que estábamos. Al día siguiente me arrepentiría, al salir del
musical, de llevar unas medias tan poco abrigadas. Pero tú también te
arrepentirías de llevar una chaqueta elegante para hacerte desear y complacerme
en mi deseo de verte arreglado y apuesto, mi predispuesto ingeniero… Por lo
tanto, y haciéndome sentir eso un poco menos idiota, ninguno de los dos se
abrigó lo que tenía que abrigarse para las inclemencias del tiempo, y ya no
recuerdo si tuvimos que pagarlo a la siguiente semana con sendos catarros bien
merecidos.
¿Recuerdas qué me pediste para beber?
Al menos, en tu defensa, diré que no pudiste darme más de
una copa.
No sé si porque pensaste que tenía poco aguante con la
bebida o si estabas tan ansioso por intentarlo por las buenas o las malas en la
intimidad de tus paredes que un vaso de licor 43 te pareció más que suficiente
por aquella noche.
Y en un momento estábamos en el ascensor de tu casa,
mirándonos a los ojos, olfateando el olor a deseo, respirando el aire que el
otro necesitaba para no sentirse asfixiado por el calor del sexo no conseguido.
Nunca cuatro pisos fueron tan largos…
Y nunca dos cerraduras en la puerta fueron tan odiosas.
Hay cosas que hacen que me derrita. Una de ellas hubiera
sido que en ese momento cerraras la puerta con mi cuerpo, empujándome contra la
madera de forma tan brusca que el portazo resonara despertando a toda la
comunidad de vecinos. Si tus manos en ese momento llegan a enganchar mi pelo
para robarme ese primer beso… habría sido irremediablemente tuya.
Pero hay muchas cosas que me derriten.
En verdad… soy igual de facilona que tú.
Y no hiciste ninguna de esas cosas. Te odié por respetarme
tanto.
Si hice ademán de irme a otro cuarto, es irrelevante para la
historia. Yo directamente me recuerdo tumbada en tu cama, esa que aún no tenía
el horrible cuadro de la espiral que ahora lo corona y que tantos mareos me
produce. No pude quitar cojines de encima del edredón porque la practicidad es
tu forma de vida, y los adornos superfluos no son lo tuyo. ¡Lo que te quedaba
por tragar! Sé que estuve boca arriba, hablando de gilipolleces mientras tú me
observabas, muy de cerca, tumbado a mi lado. Sé que estuve de lado, con mi piel
en llamas quemando y llamando a la tuya, pero sin conseguir que dieras
nuevamente un paso en falso. Y estaba segura de que me deseabas… Podía notarlo
en cada poro de tu piel. Tus ojos llameaban aun siendo del más dulce de los
verdes. Había deseo en ellos, una necesidad primitiva de acabar con aquella
tontería, tomarme de las piernas y hacerme callar con gemidos y alaridos de
gusto. Me imaginaba bajo tu cuerpo, rodeando tus caderas con las mías,
aceptando tu polla con cada embestida, aferrada a tu cuello.
Pero permanecías a la espera.
Y yo te necesitaba…
Sin remedio. Estaba perdida.
Sabía que sólo necesitabas escuchar una palabra. Esa que me
negaba a darte porque sería todo tremendamente sencillo para ti. Deseaba que
sucumbieras, que perdieras la cabeza y la razón por lo que necesitabas de mí, y
que te importara un carajo si te daba el poder que precisabas para tomarme de
los cabellos para llevarme la polla a tu boca. No sé si en ese momento tenías
decidido lo que harías primero conmigo, pero yo sí sé que no tengo ni idea de
lo que deseaba para empezar…
Pero lo que necesitaba era empezar, sin duda alguna.
Te levantaste, como un resorte cuando traté de de ganar
terreno contigo. Era un rechazo en toda regla. Ya desde pronto sabías como
ponerme un buen castigo… Me mirabas desde el lado de la cama, sin saber si la
cosa estaba perdida por aquella noche, pero deseando abalanzarte sobre mí,
arrancándome la tan inapropiada blusa y dejándome expuesta para tus manos, tus
labios, tu lengua y cualquier parte del cuerpo que quisiera unirse al festín
que te ofrecía.
Y yo gemía por no tenerte haciendo exactamente eso.
Algún día tendré que decirle a tu madre que un poco menos de
caballerosidad habría estado bien para inculcarte en tu etapa de crecimiento…
Pero viniste…Viniste en cuanto te nombré. Eso sí que no podré olvidarlo en la vida. Giraste sobre los talones con elegancia, sin titubeos. Me miraste a dos metros de distancia, y de repente ya no había espacio entre nosotros. La primera vez que sentí tu peso presionando mi cuerpo contra el colchón de la cama se me quedó grabada, estando yo boca abajo, con las manos entrelazadas. Grabé tus besos apasionados en el cuello, esos labios que por primera vez me probaban.
Viniste a buscar los diminutos botones, los bajos de mi falda y el lóbulo de mi oreja izquierda.
Viniste a por mí, duro como te quería… duro como te necesitaba.
Madrileño afortunado ...
ResponderEliminarUn estupendo relato, sin duda.
Excitante relato, lo he leído ya varias veces y todas y cada una me ha evocado todo lo que describes. Me encanta la manera que tienes de narrar, y por qué no decirlo, siento envidia de mi paisano. Felicidades!!
ResponderEliminarBásico, directo... sin conservantes ni colorantes o potenciadores del sabor...
ResponderEliminarAsí es el deseo...
... tal y como nos lo cuentas.
Uhmm!!Envidia sana..
ResponderEliminarsigues haciendo historias redondas
ResponderEliminarme encanta