PROLOGO. Un nuevo proyecto...
Valencia
7:48
Salgo por la puerta a la
carrera. Hago un repaso mental de mi vestimenta, prestando especial atención
únicamente a los zapatos; el resto se ha convertido en rutina. Y conforme con
la elección de la mañana, llego al ascensor a trompicones, y pulso el botón con
prisas.
Si tengo suerte, podré
terminar de maquillarme en el espejo de la pared del fondo, ya que los veinte
pisos que me separan de mi coche dan para mucho a una mujer tan experimentada
como yo en las carreras de velocidad mañaneras. Mejor eso que retocarme el
rímel en un semáforo, a la vista de los gilipollas que se quedan mirando con
cara de “mujer tenías que ser, para eso sí sabes usar el espejo retrovisor.”
Porque a mí siempre me entran ganas de contestarles: “El lápiz de labios que me
estoy poniendo es el que estás deseando que te pinte la polla, mamonazo.”
Y claro, para evitar tal
intercambio intelectual, mejor usar la intimidad de un ascensor para los
menesteres de disimular las señales de la mala noche pasada, tras unas copas de
vino en el sofá, masturbándome hasta altas horas de la madrugada con el libro
electrónico en la mano, mientras me imagino que el protagonista de la historia
está entre mis piernas y no entre las de la niñatilla de líneas perfectas que
la escritora quiso que yo envidiara. ¡Joder con las veinteañeras! Yo a su edad
no me comía una rosca, pero también es cierto que yo no tenía el 170 de
estatura ni el cabello pelirrojo de la muñequita en cuestión.
En total… tres copas de vino
(que si no me equivoco, era más de media botella de rosado bien fresquito,) dos
orgasmos bastante intensos tras usar el consolador que mi ex novio había tenido
la gentileza de dejar que me quedara tras nuestra ruptura sentimental, y tres
horas menos de sueño de las que dicta el sentido común en una noche de martes,
cuando el miércoles va a ser un día tan duro de trabajo como cualquier
otro. Consecuencias: Ojeras, un bostezo
permanente en la boca, mal aliento y dolor de cabeza.
Pero aún llevaba las bragas
mojadas…
Eso hacía que mereciera la
pena echar a correr ahora ajustando la falda de tubo del traje de chaqueta que
tenía costumbre ponerme para ir a trabajar. Un dos piezas clásico que podía
combinar con infinidad de blusas y zapatos, y que se había convertido en un
recurso la mar de socorrido para cuando me vencía el alcohol en una noche
solitaria, o la película de estreno de los jueves (¿a quién coño se le
ocurriría poner una peli buena cuando al día siguiente hay que madrugar?) o la
fiebre del bebé del piso de abajo, que siempre aparecía cuando estaba quedándome
plácidamente dormida acurrucada en mi espaciosa cama, con pesados cojines
colocados primorosamente en el lado en el que desde hacía más de un año había
dejado de dormir mi querido ex novio.
Pues eso, que yo dormía mal
casi todas las noches.
Y casi todas las mañanas me
despertaba maldiciendo en voz alta el despertador y su función snoozer, los
pajaritos que piaban tan alegremente en la melodía escogida dándome la
bienvenida al nuevo día, y a mis nuevos y fogosos vecinos, que se habían pasado
gran parte de la noche prodigándose placeres el uno al otro, haciéndome
saborear sus orgasmos como si fuera mi coño el que los hubiera disfrutado.
Mierda. Mierda. Mierda.
Y la puerta del ascenso se
abre cuando me estoy volviendo a poner uno de mis amados tacones, manteniendo
un precario equilibrio con saltitos ridículos en el descansillo.
No he tenido suerte; el
ascensor está ocupado por una vecina que identifico como la tipa con suerte del
ático, la que tiene un marido de lo más cañón, un cochazo en la plaza de garaje
y unos pequeños diablillos, (ya no tan pequeños, que creo recordar que están en
la universidad) que ya no viven en casa sino en la residencia de estudiantes.
Su despampanante maridito únicamente para ella.
Saludo quedamente con la
cabeza, y me acomodo en el lado opuesto del ascensor, como dictan las normas no
escritas de los usuarios de ascensores en grandes comunidades. Segundo mandamiento: No rozarás nunca a tu
vecino, aunque sea el macizo del ático y el habitáculo esté a reventar. Antes
bajas por las escaleras los 20 pisos, y te ahorras la clase de aerobic de la
noche. Por suerte, el tercer mandamiento prohíbe el intercambio de más de
tres palabras en el ascensor, y el cuarto hace referencia a chismorrear todo lo
que se pueda de los datos criticables que se pueden recabar de un rápido
vistazo de soslayo.
Y esa mañana esta, mi
querida y envidiada vecina, no tenía buena cara. No llevaba su moño habitual,
recogido con esmero en lo alto de la coronilla. Tampoco iba maquillada, y desde
luego el calzado era de todo menos glamouroso. ¡Quién te ha visto y quién te
ve!
Pero lo realmente
interesante se encuentra en las manos de mi queridísima y envidiadísima vecina.
Una caja con enseres personales, descuidadamente abierta a los ojos curiosos de
cualquiera que quisiera otear su interior. Y era una caja bien surtida, desde
fotografías en sus marcos a productos de higiene. Y eso, unido a los rumores de
problemas en la pareja, hizo que empezara a tomarme en serio las habladurías de
la portera.
Divorcio a la vista.
Una lagrimilla se le escapa
a mi vecina al mirar la foto que se encuentra más arriba, y casi me enternezco.
Y digo casi, porque estoy que no me lo creo. Mi modo harpía se ha activado sin
demasiados miramientos, y ha metido los datos del vecino buenorro en mi GPS. A
la porra el lápiz de ojos en el ascensor, en nada tendré que disponerme a salir
siempre impecable por la puerta de mi casa.
-
¿Vacaciones?- pregunto, malévola.
Ella me dirige una mirada
asesina, de esas que dejan a las claras que si no existieran los mandamientos
en los ascensores cometería un asesinato. Noveno
mandamiento: No matarás nunca a un vecino en el interior del habitáculo, ya que
la sangre es difícil de limpiar y la portera se pone de mala leche si la
hacemos tocar lejía. Mala baba tener alergia a los productos de limpieza siendo
empleada del hogar, y con un peso que podría aplastar con facilidad a dos
vecinas como nosotras sin casi sudar.
-
Mudanza-, responde, serena.
No puedo disimular la
sonrisa que se perfila en mis labios. En momentos como éste me doy cuenta que
no puedo tener tan buen fondo como siempre me creo.
-
Suerte.
Ahora es ella la que sonríe.
-
Suerte he tenido al darme cuenta a tiempo, y
no perder los últimos años de juventud con un neandertal como mi marido.
Compadezco a la que se le arrime a partir de hoy.
Se me borra un poco la
sonrisa.
-
¿Separación?
-
Divorcio.
Quinto
mandamiento: No follarás con el marido de tu vecina, mirándote al espejo de la
pared del fondo, pulsando el botón de emergencia del ascensor para que se quede
bloqueado. Puedes ser todo lo hijaputa que quieras en el rellano; como si te lo montas con varios a la vez
mientras los hijos esperan pacientemente
a que sus padres se corran para que los lleven a la carrera al instituto. Ni se
te ocurra influir en el correcto funcionamiento del ascensor comunitario, y menos
en los horarios de más tránsito de un edificio de 25 plantas.
Amén.
@MagelaGracia
Magela Gracia en Facebook
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Infernal....como siempre...un análisis descriptivo de los temas cotidianos....
ResponderEliminarNéstor